domingo, 2 de mayo de 2010

NIGHTHAWKS Edward Hopper. 1942


Quizás la más celebre y reconocida obra de Hopper. La pintó con sesenta años. Se apercibe una clara madurez en la composición si uno regresa a sus primeras obras. Mucho más psicológica, más profunda y oscura. Todo un universo de soledades no sé si estereotipadas que son cercadas por un destino de parálisis y electricidad. En la ciudad la luz, la esperanza depende de los neones, no de los posibles cielos. Es en la noche donde los halcones se refugian, se interrelacionan, se encuentran y reencuentran con los otros halcones

Por lo visto, Hopper se inspiró en una casa de comidas de Greenwich Avenue, que estaba cerca de su casa, en la parte baja de la ciudad. Estamos frente a un bar nocturno. Lo contemplamos como si fuésemos otra más de esas figuras solitarias que busca un lugar donde quedar en quietud, silente, agrupándose con las otras soledades. Tal vez somos otro más de esos halcones, vistiendo con traje cruzado, portando un sombrero propio de la época, a punto de decidir entrar en el lugar y mezclar nuestra desidia o sencillo cansancio de monotonía de jornadas que se van acumulando y acumulando reiterativamente para ir convirtiéndonos en figuras o víctimas del sistema de la urbe que tanto pesa.

Los personajes están como atrapados en una pecera, aislados de la realidad de ahí fuera, la ciudad dormida, con presagio de un silencio que incomoda. Dentro se finge la luz del día, allí hay respuestas posibles e inmediatas en el contenido de un whisky doble, en el aroma de esa chica cuyo cuello emite una extraña mezcla de olores de polilla, tabaco, y colonia cara regalada como despido tal vez de otro amante que le dobla la edad y que por fin ha decidido regresar al abrazo de su esposa

Nuevamente hay mucho cine en este cuadro concreto. No podemos negar la evidencia. La estructura, los personajes en ese término, como esperando un movimiento de cámara que anuncie una figura misteriosa con gabardina lanzando contundente por la boca un hilo de ese humo que tanto acompañaba a aquellas figuras de entonces y que le dotaban de un misterio inigualable. Toda la composición es algo así como la Piedra Roseta del cine negro de la gran época de Hollywood, ese anterior a la caza de brujas de McCarthy y que tanto ha influido sobre muchos cineastas, Alfred Hitchcock, Robert Mulligan, Ford Coppola, David Lynch. Sí, sobre todo a este último realizador en este cuadro de colores mortecinos, presagio de algo oscuro, y luces eléctricas que tratan de esconder la sombra evidente que se cierne sobre todos ellos, no sólo los personajes que acontecen en el bar, sino esas otras figuras que duermen o no duermen encerrados en sus propias vidas o habitáculos.

También hay literatura en ese cuadro, literatura es precisamente en esencia el cine. Por ello, hay en esos matices, contextos, y atmósferas algo de los relatos de Raymond Carver, algo del viajante de Arthur Miller, algo de los personajes condenados de John Steinbeck, y de las inquietas preguntas de Truman Capote. Cine negro en estado puro. Calles norteamericanas de Dashiell Hammett. Desasosiego, desesperanza, claudicar ante el destino inexorable. Eso adivinamos en los rostros y miradas de sus protagonistas que se enfrentan claramente a destinos un poco sartrianos.

Hay también algo utópico en el cuadro que no deja de acudir a mi mente y es la posibilidad de que se trate de un decorado, no un lugar real. Es esa iluminación en el exterior del bar. Podría imaginarme que el edificio concluye en la planta tercera, donde comienza el galimatías de focos y cables pegados al techo del estudio donde se está filmando esa escena tal vez a hora matinal. Esa hora que sí que acontece ahí afuera del plató. Hay una artificialidad sutil y sugerente, unas partículas eléctricas, demasiado eléctricas en todo el ambiente. Quizás son sólo figurantes en pleno rodaje. Y por esa calle pronto aparecerán caminando Ingrid Bergman y Humphrey Bogart interpretando los papeles de una película que nunca se llegó a filmar… la segunda parte de Casablanca. Cuando Rick viaja hasta Nueva York al encuentro de Ilsa…

El naturalismo que lanza Hopper no llega a ser realista, hay algo tamizado en la imagen, es más celuloide que negativo revelado, es atmósfera respirable, es aire denso de tiempo y heridas ante los personajes de ese bar y nuestras propias miradas. La composición es teatral, mucho. El cine también es teatro filmado en muchas ocasiones, como en este cuadro general. Sí, por qué no imaginarnos la posibilidad del encuadre concluyendo en el rojo intenso y aterciopelado de los telones. Enfrentados a esa imagen un centenar de silentes figuras sentadas en sus butacas, enfrentadas a sus propias soledades. Sí, hay algo de decorado, de no realidad, o de realidad mágica en este y en tantos y tantos cuadros de Hopper.

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