viernes, 22 de marzo de 2013

FUERZA Y HONOR Sinopsis



        En el año 2010, 2500 años después de la valiente hazaña de Filípides, el heraldo del general Milcíades que cubrió sin descanso la distancia de unos 40 kilómetros entre Maratón y Atenas para anunciar en la polis la victoria frente a los persas, se rindió homenaje a aquella hazaña con la celebración de un milenario Maratón, con atletas de todas las naciones cubriendo la misma distancia desde el lugar mismo de la histórica batalla hasta el estadio Panatinaiko. De una manera muy particular, el libro invita al lector a conocer los tres meses de preparación para la gran prueba, viajando en paralelo en las dimensiones y en el tiempo hacia aquellos momentos en los que se forjaría la leyenda de Filípides. A medio camino entre el diario personal y la novela histórica, este es un libro dedicado a todos los corredores o no del maratón, a su historia y nobleza; pero sobretodo una invitación a afrontar la vida y cualquiera de sus desafíos, más allá de los obstáculos, con Honor; y más allá de las dificultades, con Fuerza. 


                      Muy pronto se publica en Leer-e mi nuevo libro. Permaneced atentos...

jueves, 14 de marzo de 2013

PERSECUCIÓN FALLERA…



      
            (Homenaje a las Fallas de mi infancia)
           

            Hay una perfecta y gratuita máquina para viajar en el tiempo. Se trata del silencio. Hay una sencilla posibilidad cuántica para potenciar las imágenes, las sensaciones, a las que uno quiere regresar. Se trata de cerrar súbitamente los párpados. Hay un pequeño fundido a negro entonces que pronto abre a un plano general en el que vemos un callejón despejado de un humilde barrio. El callejón tiene paredes con pintadas diferentes. Son las paredes de una fábrica en cuyo interior los hombres sencillos forjan metales. Con el sudor de sus pieles prematuramente arrugadas y el esfuerzo de sus tensos brazos van consiguiendo día a día el sustento para una familia de ese mismo barrio, para la educación de esos niños que van a un colegio llamado Salesianos.
            Es un día cualquiera de entresemana pero no se escuchan los típicos ruidos metálicos propios. No hay nadie en ese callejón en esa hora dormida de la mañana. Porque en ese barrio, en esa ciudad, es jornada de fiesta. Luce un sol enérgico sobre los sencillos edificios coronados por ajadas antenas de televisión, las nubes fluyen suaves, delgadas, tímidas en ese cielo límpido y discreto. Seguimos en ese barrio, en ese callejón, en ese silencio que pronto se quebranta por el chillar brioso y resuelto de un montón de niños que ocupan traviesamente el lugar para un nuevo experimento. Uno de ellos ha conseguido robar un par de muñecas “Barriguitas” a su hermana pequeña, y tras haber ido al quiosco del señor Antonio a agenciarse de varios tipos de petardos, se reúnen en un rincón de la fábrica que hoy se encuentra cerrada. Colocan y encienden unos masclets entre los bracitos de las pobres muñequitas, y salen corriendo unos metros para presenciar, como si de un experimento atómico se tratase, cómo restallan las pieles y los bracitos de plástico. Tal vez se trata de una venganza personal, urdida tras haber roto la hermana pequeña hace unos días, por todas partes, un madelman buzo en la bañera. Y tal vez por ello Alberto ríe con su dentadura mellada y la lengua roja con un chupachup Kojack. No reirá tanto dentro de un rato cuando reciba de su madre una sonora y tal vez justa bofetada en la cocina con aroma a puchero y buñuelos…
            Si me paro a pensar en las Fallas de hace treinta años -… Dios mío, treinta ya…- no me encuentro en el barrio de mis padres porque ya mis padres estaban separados. No me encuentro en el barrio de mi madre ni el de mi padre aunque tal vez esas mismas noches me divida a dormir con ellos. No, si cierro los párpados y regreso a aquellos primeros años 80, estoy en el humilde barrio de mis abuelos maternos. Estoy en casa, esperando el almuerzo que me prepara mi abuela Mercedes, un bocadillo de chorizo pamplonés con un poquito de mantequilla. Mientras espero que me lo envuelva con papel de plata, mi abuelo Joaquín me habla de cómo posiblemente las Fallas tienen su origen hace dos siglos cuando los valencianos quemaban sus muebles y trastos viejos por San José, colocando lo que se podía adivinar como figuras a base de palos y retales de uniformes franceses para burlarnos del gabacho invasor. Mi abuelo me da un billete de cien pesetas para comprar golosinas y petardos. Mi abuela el bocadillo.
            - Ala, tu bocadillo, que te lo comas todo –me dice mi abuela-  Y ve con cuidado por ahí abajo
            - Deja al chiquillo que se divierta.
            - A las dos a comer.
            - Sí abuela.

            Ese niño de entonces no bajaba las escaleras corriendo, las bajaba saltando o volando hasta llegar a la calle con prontos sonidos de bandas de música cruzando con sus uniformes azules y sus firmes tambores vibrando. Recuerda los bares llenos de gente despreocupada tomando aperitivos, sentados todos en sus terrazas o apoyados en aquellos Seat 124. Ese niño de entonces va encontrándose con más niños por el barrio cuyas calles están cortadas esos días de fallas de 1983. Se une a la panda Jesús, Javi, Diego. Algunos van vestidos de falleros, o con el blusón. Los demás con vaqueros y zapatillas de colores. La pandilla se va haciendo cada vez más grande a medida que reclaman desde algún telefonillo que baje otro más de los niños, y así lo hace con su correspondiente bocadillo envuelto en papel de plata. De ahí al casal del barrio, donde otro de los niños espera. Nos invitan a una fanta de naranja y a unos cacahuetes y, mientras todos preparan la próxima aventura, el niño ese que soy yo entonces, siente un mudo nudo al contemplar a aquella linda niña fallera rubia de perfecta y cándida mirada azul que sonríe como un ángel entre las otras niñas falleras. Un golpe en la cabeza por parte de Jesús me devuelve a la realidad. La niña se ha percatado y ríe por la colleja que acabo de recibir. Comienza la persecución con una velocidad inusual por mi parte detrás de Jesús, alimentada por la gasolina de mi orgullo de niño. Los demás nos siguen. Salimos del casal. Jesús corre más que yo, pero esta vez estoy dispuesto a alcanzarle. Se mete entre coches aparcados, salta entre las paellas que están cocinando en la calle. El humo de las mismas no me impide concentrar mi atención en mi presa a pesar de que huele de maravilla. Entonces siento que tengo hambre. En un segundo comienzo a recordar, sin detenerme, el bocadillo de mi abuela, y que no lo tengo. Espero que alguien lo haya recogido. Ahora a por Jesús que dribla a unos chicos más mayores que están lanzando bengalas hacia las azoteas del barrio. Algunas señoras nos gritan que vayamos con cuidado. Sigue la persecución. Creo que puedo alcanzarle. Sé que está cansado y que tendrá que tomar algo de aire. Lo sé porque a mí me está pasando. Jesús alcanza la falla infantil y aprovecha la misma para cubrirse de mí. Los demás nos alcanzan mientras nos desafiamos más o menos sonrientes cogiendo aire y rodeando la barandilla metálica y naranja que protege los diminutos ninots. Por un segundo alcanzo a ver a uno de ellos que me saca la lengua como en burla. Siento que todo el mundo está burlándose de mí en ese momento. Miro fijamente a Jesús. Se le cambia la cara. Me concentro y salgo a por él como un rayo. Jesús reacciona. Continúa la persecución. Mientras la banda regresa a la calle a ritmo de Paquito el Chocolatero. Jesús se mete entre los músicos. Yo hago lo mismo. La persecución sucede entre instrumentos y pantalones azul marino. Jesús alcanza la falla grande. Nuevamente se escuda en la circular disposición de las vallas para librarse de mí. Voy a por él hacia la derecha. Voy a por él hacia la izquierda. Estamos en un bucle. De repente la voz de su madre suena con contundencia desde el balcón.

            - ¡Jesús!... ¡¿No tenías que traerme el pan?!...
           
            Jesús se gira hacia el balcón. Comienza a justificarse. Compruebo que el vigilante de la falla anda distraído y salto la valla cruzando en recto en dirección a Jesús, pisando el césped que rodea a los ninots. Un Adolfo Suarez con la nariz y el mentón afilados me contempla con intensidad y seriedad. Seguidamente un Felipe González con mofletes y dientes de conejo. Sobrepaso a los presidentes. Salto la otra valla mientras el vigilante se apercibe y me grita. Alcanzo a un despistado Jesús. Le devuelvo la colleja y me encuentro a mis compañeros de pandilla riéndose. Me uno a ellos. Jesús nos dice que tiene que ir a por el pan, que dónde le esperamos.
            - En el callejón – dice Javi mientras me devuelve el bocadillo.
      
            Las Fallas de 1983 me saben a chorizo pamplonés con mantequilla, a flash de fresa, a las mejillas de pan de mi abuela, a chocolate con buñuelos y madalenas. Las Fallas de hace 30 años acuden a mí con aroma a quiosquera pólvora, a colonia fresca, a paella en la calle, a travesura en el callejón y a merienda de pan bimbo y lingotín. Las Fallas de aquellos años son las de las sencillas sensaciones, la de los tiernos valores mucho más genuinos y ciertos que los que sufrimos -que no vivimos- en estas épocas donde los ninots podrían ser más serios y responsables en los Congresos y Parlamentos, que los presidentes de cartón que nos gobiernan como hace dos siglos lo hacían nuestros enemigos Bonapartes.
           

domingo, 3 de marzo de 2013

EL CHICO QUE QUISO IR EN TREN DESDE MANISES A HOLLYWOOD



  
            Acabo de enterarme y tras unos instantes de frío silencio creo estar escuchando cierta habanera que llega melancólica y tierna desde el Rialto de hace unos meses hasta mi casa esta noche. Hasta mí llega incluso, creo, la letra… “al pensar en mí oirás decir Friolera adiós… “ Hasta mi ciertos recuerdos…
             Por ejemplo el de aquella mañana fría en el Retiro, pero para mí cálida -no obstante- como tantas decenas de jornadas en las que incluso a bajo cero he sentido como actor el calor de los focos, el abrigo del celuloide, la aventura palpitando en cada segundo de trabajo o sueño o viaje entre cables, técnicos, maquilladores, claqueta y quiméricas anécdotas de cómicos nobles. Recuerdo que interpretaba al camarero cómplice de pepe Sancho a lo largo de la película “La mujer de mi vida” de Antonio del Real. Recuerdo que en mi primera sesión me marcó las pautas, mi papel era muy pequeño y a la llamada de Pepe que se encontraba con la maravillosa Leticia Brédice tenía que acercarme a ver qué deseaban y tras el pedido me iba a mi otra marca dentro del local donde esperaba la señal del ayudante de dirección para marcarme la salida de nuevo con la bandeja ya preparada con las bebidas solicitadas. Emulaba a Timothy Dalton y cómo portaba magistralmente su bandeja en el Casino de “Licencia para matar” haciéndose pasar por camarero, así trataba de llevarla. Recuerdo que en el ensayo, para fijar tiempos, llegar a la marca, y ofrecerles las bebidas acompañaba con un texto improvisado mi llegada. Me comentó Pepe que tuviera cuidado con improvisar texto, que a Nono no le gustaba. Joven e inconsciente metí unas inocentes líneas recalcando lo que habían pedido como aperitivo. Lo acabábamos de ensayar en privado, sin Nono delante. Y en toma, todo iba a su tiempo, todo en su marca y tiempo. Y llego yo y suelto…
            - Aquí está el whisky… y aquí tiene la fanta…
            Y súbitamente se oyó un enérgico y nada amable… CORTEN!
            - Pero ¡¿qué coño dice ese camarero?!, ¡en esta secuencia no tiene frase! ¡Las tiene después!
            Recuerdo que Pepe se giró hacia Nono y le dijo sin mirarme…
            - He sido yo, que le he dicho al chico que metiera alguna frase cuando llegara con la bandeja.
            - Ah, bueno –dijo Antonio del Real al tiempo que Leticia me sonreía con mirada cómplice-, pues que no diga ahora nada. Vamos a por otra toma.
            - Ya te lo había dicho – me dijo paternalmente Sancho.
            - Gracias Pepe…       
            Pasaron los años, coincidí con él en ocasiones, en rodajes, en algún Festival. Le hacía gracia verme por Madrid, siendo también valenciano. Siempre le decía que a ver cuándo trabajábamos juntos en teatro. Siempre me decía que lo tenía en mente. Y esta temporada pasada sucedió, con “Los cuernos de Don Friolera” de Valle Inclán, en el Rialto y previamente en Sagunto. La misma obra que trabajé junto a mi querido Galiardo para cine, dirigidos por García Sánchez. Recuerdo a Pepe vestido de Friolera el día de su último cumpleaños contándonos en el Rialto a cinco minutos de la función que también cumplía 50 años de oficio porque a los dieciocho se fue de casa cogiendo un tren para ir a Hollywood. Con una sonrisa nos dijo que quería llegar a Barcelona, y de allí embarcarse en un barco para América, pero que la policía en el tren, a la altura de Sagunto, le dijo que regresara a casa porque era menor de edad. Nos contó esa anécdota y se dispuso a entregarse una vez más a su público. Estaba entonces enfermo, mucho, pero con silencio bravo, rotundo y admirable salía a escena cada noche soportando un enorme y brutal dolor que parecía que se disipara con la caricia de los focos y el calor de sus incondicionales llenando toda la platea. Y es que Pepe era muy Sancho como para que lo sustituyeran.
            Esta noche me he vuelto a quedar sin Teniente Friolera. Pero sonrío porque sé que Pepe está en ese tren en el que ahora sí ha despistado a los policías, y que la locomotora ha saltado mágicamente al mar, y que así cruza el océano, sin vías, con olas y delfines nocturnos en paralelo, bajo un cielo lleno de titilantes estrellas, comiendo un bocadillo de blanc i negre que le ha preparado su madre, rumbo desde Manises a un Hollywood en blanco y negro también, o technicolor, donde besar los labios de Ava Gadner, cabalgar al amanecer junto a John Wayne o plantarle con gabardina cara a Robert Mitchum en una humeante calle peligrosa. Pero si vuelven a pillarle los policías el sueño eterno seguirá tal vez, siendo los labios de María Asquerino, el cabalgar junto a Sancho Gracia o el plantarle cara con gabardina a Fernando Guillem, en una infinita y suave nebulosa.