Obra perteneciente al llamado Período Azul (1901-1904). Se conoce como Período azul de Picasso al que discurre aproximadamente entre 1901 y 1904: este nombre proviene del color que domina la gama cromática de las pinturas, y tiene su origen en el suicidio de su amigo Carlos Casagemas el 17 de febrero de 1901, que dejó a Picasso lleno de dolor y tristeza. El pesimismo nihilista desarrollado en su época de formación en Barcelona, recrudecido bajo las dificultades materiales que sufre en la época. «Cree que el Arte es hijo de la Tristeza y del Dolor», decía su amigo Jaime Sabartés. Casagemas, después de haber tratado de asesinar a su amante Germaine, una bailarina del Moulin Rouge que frecuentaba el círculo de artistas españoles en que se movían, se suicidó en París. Picasso, motivado y sensibilizado por la muerte de su amigo pintó un cuadro que nombró La muerte de Casagemas, cuadro alegórico que empezaba a mostrar su paso al período azul. La división del espacio del cuadro en dos partes, tierra y cielo, cuerpo y espíritu, recuerda a muchos a la del Entierro del Conde de Orgaz, de El Greco.
Otras influencias en la obra de Picasso en este periodo fueron las de Van Gogh y Gauguin, el primero sobre todo a un nivel psicológico, como se refleja en la intensidad emotiva de los cuadros de esta época, aunque también se aprecia una simplificación de volúmenes y contornos definidos que hacen pensar en Gauguin, de quien también tomaría una concepción universal de la sentimentalidad. Picasso manifestaba la soledad de los personajes aislándolos en un entorno impreciso, con un uso casi exclusivo del azul durante un período superior a dos años, hecho que prácticamente carecía de precedentes en la historia del arte. Asimismo, el alargamiento de las figuras que se iba introduciendo en sus obras recordaba de nuevo el estilo de El Greco.
Picasso era un trabajador infatigable y a finales de abril de 1901 regresó a Barcelona, donde exponía Mujer en azul en la Exposición General de Bellas Artes y luego en mayo volvió de nuevo a París, estableciéndose en el número 130 del bulevar de Clichy, donde Casagemas solía tener su estudio. Entre junio y julio del mismo año, Picasso e Iturrino realizaron una exposición en la galería de Vollard, París. Sin dinero ni trabajo, Picasso conoció en junio al poeta Max Jacob, con el que mantendría una cercana relación hasta su fallecimiento en 1944. Jacob recordaba más tarde que descubrió la obra de Picasso y, siendo crítico de arte, expresó su admiración por el talento del pintor. Poco después había recibido una invitación de su representante, Pere Mañach, para presentarle al joven artista, que contaba por entonces unos dieciocho años; estuvieron todo el día viendo la ingente obra de Picasso, quien por aquella época pintaba uno o dos cuadros por noche, y los vendía por ciento cincuenta francos en la Rue Laffite. Durante el otoño pintó Los dos saltimbanquis (arlequín y su compañera) (The Pushkin State Museum of Fine Arts, Moscú), Arlequín apoyado (MoMA, Nueva York) y acabó La muerte de Casagemas. En invierno pintó una serie de retratos en azul; el Retrato de Jaime Sabartés (Museu Picasso, Barcelona), el Retrato de Mateu Fernández de Soto (Museo Picasso, Málaga) y el Autorretrato azul (Museo Picasso, París).
A finales de enero de 1902 rompió su acuerdo con Mañach, y tras la liquidación correspondiente volvió a Barcelona. Empezó a trabajar en el estudio de Ángel Fernández de Soto, en el número 6 de la calle Nou de la Rambla, donde durante la primavera el color azul empezó a dominar su obra. Con Fernández de Soto visitó los burdeles de Barcelona, lo que quedó reflejado en una serie de dibujos eróticos entre los que se encuentra un Autorretrato con desnudo (colección privada, Alemania); un dibujo a la tinta y acuarela de Ángel Fernández de Soto con una mujer y La macarra (composición alegórica), propiedad del Museu Picasso de Barcelona. En París, Mañach arregló una exposición de pinturas y pasteles en la galería Berthe Weill, del 1 al 15 de abril, con obras de Picasso y Lemaire, y otra en junio en la misma galería con obras de Picasso y Matisse. En Barcelona, llegó el momento del servicio militar para Picasso, a quien su tío dio las dos mil pesetas necesarias para evitar el cumplimiento del servicio militar en octubre. Justo después volvió a París con Sébastien Junyer, y mostró sus pinturas azules por primera vez del 15 de noviembre al 15 de diciembre en una exposición colectiva organizada de nuevo por Mañach en la galería Berthe Weill.
En enero de 1903 Picasso volvió a Barcelona. En la primavera, comenzó el cuadro La vida (Cleveland Museum of Fine Arts), uno de los mayores y más complejos cuadros que pintó en su época azul, considerado el trabajo más importante de estos años; de un simbolismo inusualmente oscuro para sus primeras obras y sujeto a múltiples interpretaciones académicas, sobre las cuales el artista nunca se pronunció. Picasso realizó cuatro bocetos preparatorios para el cuadro, variando la composición de las figuras al menos dos veces; cabe destacar que la figura masculina, que empezó siendo un autorretrato, acabó siendo la de su amigo Carlos Casagemas.
Comentario
Lo que me cuenta esta obra. Lo que me cuenta a mí. El dolor. ¿Pero el dolor dónde? Claramente en ella, claramente en ese personaje que va quedándose sin color, sin energía, sin luz, porque toda esa luz, toda esa energía está siendo vampirizada por el otro, doblemente luminoso, poderoso. Brutal. Ella se hunde en un infierno que es sí misma, por darle el placer total a un joven, muy joven, y por tanto egoísta. La inteligencia emocional es sólo patrimonio de los experimentados y analíticos. Tal vez ella es mayor que el joven. Sí, así lo percibo. Y tal vez es consciente de que en ese joven ella encuentra su propia muerte, ¿pero cómo no entregarse a ese tipo de muertes en vida?
Picasso restallando de luz el rostro del joven. Picasso ocultando el rostro de la mujer dolorida, casi seca de amor por trasvasarle a él todo su ser, y quedar su piel ya no con un tono gris apagado sino azulado y frío, color de muerte, o post-muerte, color de cuerpo ya casi yacente, que se mezcla con la frialdad de las sábanas por las que se prolonga, se esparce la muerte. Nada de tactos, sólo el placer de dar placer, la placentera muerte. Ni siquiera su mano, la de ella se apoya en el muslo vivificante del joven. Quizás lo ha pedido él. No, no me toques, sólo chupa. Y su rostro, el del joven, con una ligera muestra de soberbia, por vencer a la mujer experta, por tenerla sometida, y ella es consciente de cómo saborea deleznable y vil su victoria, pero prefiere morir de amor, a volver a estar sola. El joven se agiganta en el cuadro con ese rostro sumamente iluminado que se erige en el centro de la atención, Picasso así lo quiere, como succionando toda la luz posible de la pobre mujer que va quedándose por segundos marchita, sin vida. Y ella lo sabe. Cada vez le veo a él más joven. Cada vez la veo a ella más anciana. Hay un claro yin y yan de muerte y vida, un vals entre luces y sombras, entre quien ama y quien no ama, quien no sabe incluso recibir el amor. Y cómo duele saber que alguien es consciente de todo ello pero a pesar de eso claudica y se sumerge en el sexo del joven vampiro con colmillos de leche. Terrible y significativo. Y todo ello apoyado por la disposición de los personajes, por la propuesta de sus manos que no alcanzan las otras manos, las otras pieles, las otras carnes. Pero sobre todo por ese baile de azules mortecinos que van a desembocar en la piel casi yacente de la mujer sin rostro. Todo ese mar de muerte rodea a una isla ingrata que es el semblante de todos los males, curiosamente el semblante de quien se ama y que cada vez resulta más hermoso, pero también más orgulloso e indiferente.
Ese rostro encendido tiene el poder del grito de Munch. Es un terrible Dorian Gray al que le presumo nuevas víctimas no sé si inocentes, nuevas estancias frías, entre grises y celestes. Todos hemos vivido algún período azul. Es fácil ante una imagen así reflejarse.
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