Hace poco tiempo participé como jurado en un premio literario organizado por la Casa de la Caridad de Valencia. Cada uno de los miembros del jurado tuvo que leer 144 cuentos sobre la solidaridad y la pobreza que niños de entre 10 y 12 años de distintos colegios valencianos habían escrito, optando a tres premios consistentes en un diploma y un ordenador portátil de última generación.
El día de la resolución del acta, llegamos todos más o menos puntuales. El único que una vez más llegó con su consabida media hora de retraso fue mi querido amigo Carlos Aimeur. Aimeur es una especie de personaje no explotado en alguna saga detectivesca por escribir. Como si de un nuevo Poirot se tratase llegó pidiendo disculpas a los asistentes a los que yo ya había precisado que la llagada de Carlos sería a esa misma hora a la que llegó, minuto más o menos.
Los demás habíamos adelantado apreciaciones y valoraciones antes de su llegada. Todos coincidíamos en un cuento en concreto como uno de los favoritos hasta que Carlos, ya poniéndose en materia, depositando sus carpetas con los cuentos evaluados, apreció de súbito que ese cuento en cuestión había sido copiado de internet. Lo dijo sin mirarnos a la cara, revisando sus notas y buscando otro cuento en cuestión.
-Como este. Aquí lo único que han hecho los padres es cambiar algunas palabras.
Nos dejó a todos enmudecidos y con sonrisas tontas, de esas que se les quedan admirativamente a los personajes secundarios de relatos de Agatha Crhristie o Conan Doyle.
Todavía en silencio, no dejaba de admirar a mi buen amigo. Pero sobretodo, esa admiración sucedió de un modo inquebrantable y creo que imperecedero a la hora de discutir entre los dos cuentos últimos. Uno de esos niños se llevaría el ordenador portátil. La mayoría se decantaba por uno que no quería apoyar Carlos. El motivo de su negación era que el premio se daba desde La Casa de la Caridad, y que los niños anteriormente premiados pertenecían, sin tener que hacer uso de una gran deducción, a colegios privados y por tanto sus padres no estarían ante un serio problema económico al tener que comprarles un ordenador. No así el niño que había firmado el otro cuento que dejaba entrever una atmósfera autobiográfica en él. Se trataba, todos estábamos de acuerdo, de un niño emigrante, no sé si ecuatoriano, que a buen seguro jamás podría imaginar a sus padres pudiendo acceder a ese producto dada su difícil situación. Aimeur precisó que siendo precisamente desde La Casa de la Caridad donde se concedía ese premio, debíamos valorar este hecho y resolverlo con "justicia poética". Una representante de cierta Consellería seguía negándose. Todos los demás fuimos dando la razón. Con la mía ya contaba antes de esas reflexiones porque a mí me parecía con diferencia el mejor de todos los cuentos.
Se le concedió el premio al niño no sé si ecuatoriano. Carlos no pudo estar presente en la posterior entrega de premios. Me llamó para preguntarme qué carita había puesto el niño. Le dije que su cara daba para otro ilusionante relato. Me preguntó qué cara había puesto la delegada con gafitas. Le dije que la misma que puso cuando él propuso que hiciésemos justicia poética. Al otro lado del teléfono soltó una risa olímpica como la de Sherlock Holmes tras explicar a Watson cómo había resuelto el caso. Y añadió
- Me encanta ver desencajado el rostro de alguien del OPUS.
El otro niño, de mismo uniforme azul, sacerdote relamido y padres pudientes que los otros ganadores de ordenadores portátiles se quedó con una mención especial.
Calladamente yo le di un aplauso a Carlos al tiempo que veía, cómo ese pobre niño no sé si ecuatoriano seguía incrédulo ante esa nueva herramienta, y pensé si no sería esa la forja de un nuevo Roberto Boulaño, otro García Márquez o Vargas Llosa.
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