La vida burguesa hoy está estrechamente restringida, y es pobre en el sentimiento. De su pobreza ha hecho meramente virtudes con las que abrirse paso, severa y erguida.
Nos ejercitamos diariamente en fortalecer nuestros músculos y tendones para que no se vuelvan débiles. Pero nuestros órganos espirituales, que fueron hechos para actuar durante una vida entera, permanecen sin uso, sin desarrollarse, y así, con el paso de los años, pierden su vitalidad.
Sin embargo, nuestra salud espiritual, como la corporal, depende del funcionamiento regular de esos órganos. Inconscientemente sentimos cómo una risa franca nos libera, cómo un buen grito o un estallido de furia nos alivia. Tenemos una absoluta necesidad de emoción y su expresión.
Nuestra educación obra constantemente contra esto. Su primer mandamiento es: Esconde lo que pasa dentro de ti. Nunca dejes que se vea que estás revuelto, que estás hambriento o sediento; toda pena, toda alegría, toda ira, todo lo que es fundamental y anhela pronunciarse, debe ser reprimido.
El moderno código social ha lisiado al actor, cuyo oficio es corporalizar la emoción. Cuando generaciones han sido educadas para reprimir las emociones., nada queda al final, ya sea para inhibirse o enseñarse. ¿Cómo puede el actor, enraizado fuertemente en la existencia burguesa de cada día, de repente, al anochecer, introducirse en la vida del rey loco, cuyas pasiones inconstreñibles barren como una tormenta en los páramos? ¿Cómo hará creíble que está matando por amor, o que ha matado a otro por celos?...
En el estrecho curso de la vida burguesa, conducida aquí y allí por la corriente de la cotidianidad, las personas se marchitan con el tiempo hasta que se convierten en redondos guijarros. Este proceso opresor tiene también su efecto sobre el carácter psicológico. Sin embargo, el más alto beneficio de la humanidad es la personalidad. En las artes, la personalidad es el factor decisivo; es el núcleo viviente que buscamos en cada trabajo artístico.
Max Reinhardt
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