En pleno viaje de documentación y estudio para mi nueva obra de teatro que sitúo en el Londres de 1896, me he encontrado con esta foto maravillosa que he querido compartir con todos vosotros. Se trata de un retrato de la actriz Ellen Terry a la edad de diecisiete años. En todas y cada una de las imágenes de cada uno de los personajes que van apareciendo en mi viaje, se percibe una clara antigüedad en sus actitudes, miradas, gestos. Pero aquí... Aquí el misterio de lo atemporal y cuántico acontece de un modo mágico. Me he quedado prendado con esta imagen, con esta joven actriz que perfectamente podría haber sido fotografiada ayer mismo en un rincón cualquiera de cualquier Teatro del West End.
Sigo anclado a sus hombros, a su cuello grácil y su sereno rostro pensativo. A esa mano melancólica sujetando su collar a aquel recuerdo que no se aleja de su alma, aquel nombre, aquel apellido de hombre que tuvo que negar y negarse, que tuvo que no seguir viviendo, pero que le acompañará siempre... porque hay nombres y apellidos que aunque naufragan en las miradas, siguen navegando en las pieles hasta lo infinito.
El nombre de esa actriz de diecisiete años es Ellen Terry. Le queda mucho por hacer, muchísimo. Será una de las más grandes. Mucho antes de que nazca eso llamado cine. La foto es de 1865, pero en realidad fue sacada ayer mismo en Londres, y virada a sepia en el ordenador de una amiga suya que apunta maneras como fotógrafo. Sí, de eso estoy seguro.
Sigo el viaje hacia mi obra, descubriendo en cada rincón del laberinto de documentos históricos que puedo enamorarme aun, que puedo hacerlo incluso de alguien que está viviendo en otro tiempo. Y que puedo soñar con un sueño que habita en otra estancia de este juego incomprensible o no de dimensiones infinitas que supone este oficio maravilloso denominado Teatro...
Buenos días soñadores...
miércoles, 16 de octubre de 2013
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