jueves, 14 de marzo de 2013

PERSECUCIÓN FALLERA…



      
            (Homenaje a las Fallas de mi infancia)
           

            Hay una perfecta y gratuita máquina para viajar en el tiempo. Se trata del silencio. Hay una sencilla posibilidad cuántica para potenciar las imágenes, las sensaciones, a las que uno quiere regresar. Se trata de cerrar súbitamente los párpados. Hay un pequeño fundido a negro entonces que pronto abre a un plano general en el que vemos un callejón despejado de un humilde barrio. El callejón tiene paredes con pintadas diferentes. Son las paredes de una fábrica en cuyo interior los hombres sencillos forjan metales. Con el sudor de sus pieles prematuramente arrugadas y el esfuerzo de sus tensos brazos van consiguiendo día a día el sustento para una familia de ese mismo barrio, para la educación de esos niños que van a un colegio llamado Salesianos.
            Es un día cualquiera de entresemana pero no se escuchan los típicos ruidos metálicos propios. No hay nadie en ese callejón en esa hora dormida de la mañana. Porque en ese barrio, en esa ciudad, es jornada de fiesta. Luce un sol enérgico sobre los sencillos edificios coronados por ajadas antenas de televisión, las nubes fluyen suaves, delgadas, tímidas en ese cielo límpido y discreto. Seguimos en ese barrio, en ese callejón, en ese silencio que pronto se quebranta por el chillar brioso y resuelto de un montón de niños que ocupan traviesamente el lugar para un nuevo experimento. Uno de ellos ha conseguido robar un par de muñecas “Barriguitas” a su hermana pequeña, y tras haber ido al quiosco del señor Antonio a agenciarse de varios tipos de petardos, se reúnen en un rincón de la fábrica que hoy se encuentra cerrada. Colocan y encienden unos masclets entre los bracitos de las pobres muñequitas, y salen corriendo unos metros para presenciar, como si de un experimento atómico se tratase, cómo restallan las pieles y los bracitos de plástico. Tal vez se trata de una venganza personal, urdida tras haber roto la hermana pequeña hace unos días, por todas partes, un madelman buzo en la bañera. Y tal vez por ello Alberto ríe con su dentadura mellada y la lengua roja con un chupachup Kojack. No reirá tanto dentro de un rato cuando reciba de su madre una sonora y tal vez justa bofetada en la cocina con aroma a puchero y buñuelos…
            Si me paro a pensar en las Fallas de hace treinta años -… Dios mío, treinta ya…- no me encuentro en el barrio de mis padres porque ya mis padres estaban separados. No me encuentro en el barrio de mi madre ni el de mi padre aunque tal vez esas mismas noches me divida a dormir con ellos. No, si cierro los párpados y regreso a aquellos primeros años 80, estoy en el humilde barrio de mis abuelos maternos. Estoy en casa, esperando el almuerzo que me prepara mi abuela Mercedes, un bocadillo de chorizo pamplonés con un poquito de mantequilla. Mientras espero que me lo envuelva con papel de plata, mi abuelo Joaquín me habla de cómo posiblemente las Fallas tienen su origen hace dos siglos cuando los valencianos quemaban sus muebles y trastos viejos por San José, colocando lo que se podía adivinar como figuras a base de palos y retales de uniformes franceses para burlarnos del gabacho invasor. Mi abuelo me da un billete de cien pesetas para comprar golosinas y petardos. Mi abuela el bocadillo.
            - Ala, tu bocadillo, que te lo comas todo –me dice mi abuela-  Y ve con cuidado por ahí abajo
            - Deja al chiquillo que se divierta.
            - A las dos a comer.
            - Sí abuela.

            Ese niño de entonces no bajaba las escaleras corriendo, las bajaba saltando o volando hasta llegar a la calle con prontos sonidos de bandas de música cruzando con sus uniformes azules y sus firmes tambores vibrando. Recuerda los bares llenos de gente despreocupada tomando aperitivos, sentados todos en sus terrazas o apoyados en aquellos Seat 124. Ese niño de entonces va encontrándose con más niños por el barrio cuyas calles están cortadas esos días de fallas de 1983. Se une a la panda Jesús, Javi, Diego. Algunos van vestidos de falleros, o con el blusón. Los demás con vaqueros y zapatillas de colores. La pandilla se va haciendo cada vez más grande a medida que reclaman desde algún telefonillo que baje otro más de los niños, y así lo hace con su correspondiente bocadillo envuelto en papel de plata. De ahí al casal del barrio, donde otro de los niños espera. Nos invitan a una fanta de naranja y a unos cacahuetes y, mientras todos preparan la próxima aventura, el niño ese que soy yo entonces, siente un mudo nudo al contemplar a aquella linda niña fallera rubia de perfecta y cándida mirada azul que sonríe como un ángel entre las otras niñas falleras. Un golpe en la cabeza por parte de Jesús me devuelve a la realidad. La niña se ha percatado y ríe por la colleja que acabo de recibir. Comienza la persecución con una velocidad inusual por mi parte detrás de Jesús, alimentada por la gasolina de mi orgullo de niño. Los demás nos siguen. Salimos del casal. Jesús corre más que yo, pero esta vez estoy dispuesto a alcanzarle. Se mete entre coches aparcados, salta entre las paellas que están cocinando en la calle. El humo de las mismas no me impide concentrar mi atención en mi presa a pesar de que huele de maravilla. Entonces siento que tengo hambre. En un segundo comienzo a recordar, sin detenerme, el bocadillo de mi abuela, y que no lo tengo. Espero que alguien lo haya recogido. Ahora a por Jesús que dribla a unos chicos más mayores que están lanzando bengalas hacia las azoteas del barrio. Algunas señoras nos gritan que vayamos con cuidado. Sigue la persecución. Creo que puedo alcanzarle. Sé que está cansado y que tendrá que tomar algo de aire. Lo sé porque a mí me está pasando. Jesús alcanza la falla infantil y aprovecha la misma para cubrirse de mí. Los demás nos alcanzan mientras nos desafiamos más o menos sonrientes cogiendo aire y rodeando la barandilla metálica y naranja que protege los diminutos ninots. Por un segundo alcanzo a ver a uno de ellos que me saca la lengua como en burla. Siento que todo el mundo está burlándose de mí en ese momento. Miro fijamente a Jesús. Se le cambia la cara. Me concentro y salgo a por él como un rayo. Jesús reacciona. Continúa la persecución. Mientras la banda regresa a la calle a ritmo de Paquito el Chocolatero. Jesús se mete entre los músicos. Yo hago lo mismo. La persecución sucede entre instrumentos y pantalones azul marino. Jesús alcanza la falla grande. Nuevamente se escuda en la circular disposición de las vallas para librarse de mí. Voy a por él hacia la derecha. Voy a por él hacia la izquierda. Estamos en un bucle. De repente la voz de su madre suena con contundencia desde el balcón.

            - ¡Jesús!... ¡¿No tenías que traerme el pan?!...
           
            Jesús se gira hacia el balcón. Comienza a justificarse. Compruebo que el vigilante de la falla anda distraído y salto la valla cruzando en recto en dirección a Jesús, pisando el césped que rodea a los ninots. Un Adolfo Suarez con la nariz y el mentón afilados me contempla con intensidad y seriedad. Seguidamente un Felipe González con mofletes y dientes de conejo. Sobrepaso a los presidentes. Salto la otra valla mientras el vigilante se apercibe y me grita. Alcanzo a un despistado Jesús. Le devuelvo la colleja y me encuentro a mis compañeros de pandilla riéndose. Me uno a ellos. Jesús nos dice que tiene que ir a por el pan, que dónde le esperamos.
            - En el callejón – dice Javi mientras me devuelve el bocadillo.
      
            Las Fallas de 1983 me saben a chorizo pamplonés con mantequilla, a flash de fresa, a las mejillas de pan de mi abuela, a chocolate con buñuelos y madalenas. Las Fallas de hace 30 años acuden a mí con aroma a quiosquera pólvora, a colonia fresca, a paella en la calle, a travesura en el callejón y a merienda de pan bimbo y lingotín. Las Fallas de aquellos años son las de las sencillas sensaciones, la de los tiernos valores mucho más genuinos y ciertos que los que sufrimos -que no vivimos- en estas épocas donde los ninots podrían ser más serios y responsables en los Congresos y Parlamentos, que los presidentes de cartón que nos gobiernan como hace dos siglos lo hacían nuestros enemigos Bonapartes.
           

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