(Homenaje
a las Fallas de mi infancia)
Hay una
perfecta y gratuita máquina para viajar en el tiempo. Se trata del silencio. Hay
una sencilla posibilidad cuántica para potenciar las imágenes, las sensaciones,
a las que uno quiere regresar. Se trata de cerrar súbitamente los párpados. Hay
un pequeño fundido a negro entonces que pronto abre a un plano general en el
que vemos un callejón despejado de un humilde barrio. El callejón tiene paredes
con pintadas diferentes. Son las paredes de una fábrica en cuyo interior los
hombres sencillos forjan metales. Con el sudor de sus pieles prematuramente
arrugadas y el esfuerzo de sus tensos brazos van consiguiendo día a día el
sustento para una familia de ese mismo barrio, para la educación de esos niños
que van a un colegio llamado Salesianos.
Es un día
cualquiera de entresemana pero no se escuchan los típicos ruidos metálicos
propios. No hay nadie en ese callejón en esa hora dormida de la mañana. Porque
en ese barrio, en esa ciudad, es jornada de fiesta. Luce un sol enérgico sobre
los sencillos edificios coronados por ajadas antenas de televisión, las nubes
fluyen suaves, delgadas, tímidas en ese cielo límpido y discreto. Seguimos en
ese barrio, en ese callejón, en ese silencio que pronto se quebranta por el
chillar brioso y resuelto de un montón de niños que ocupan traviesamente el
lugar para un nuevo experimento. Uno de ellos ha conseguido robar un par de
muñecas “Barriguitas” a su hermana pequeña, y tras haber ido al quiosco del
señor Antonio a agenciarse de varios tipos de petardos, se reúnen en un rincón
de la fábrica que hoy se encuentra cerrada. Colocan y encienden unos masclets entre
los bracitos de las pobres muñequitas, y salen corriendo unos metros para
presenciar, como si de un experimento atómico se tratase, cómo restallan las
pieles y los bracitos de plástico. Tal vez se trata de una venganza personal,
urdida tras haber roto la hermana pequeña hace unos días, por todas partes, un
madelman buzo en la bañera. Y tal vez por ello Alberto ríe con su dentadura
mellada y la lengua roja con un chupachup Kojack. No reirá tanto dentro de un
rato cuando reciba de su madre una sonora y tal vez justa bofetada en la cocina
con aroma a puchero y buñuelos…
Si me paro a
pensar en las Fallas de hace treinta años -… Dios mío, treinta ya…- no me
encuentro en el barrio de mis padres porque ya mis padres estaban separados. No
me encuentro en el barrio de mi madre ni el de mi padre aunque tal vez esas
mismas noches me divida a dormir con ellos. No, si cierro los párpados y
regreso a aquellos primeros años 80, estoy en el humilde barrio de mis abuelos
maternos. Estoy en casa, esperando el almuerzo que me prepara mi abuela
Mercedes, un bocadillo de chorizo pamplonés con un poquito de mantequilla.
Mientras espero que me lo envuelva con papel de plata, mi abuelo Joaquín me
habla de cómo posiblemente las Fallas tienen su origen hace dos siglos cuando
los valencianos quemaban sus muebles y trastos viejos por San José, colocando
lo que se podía adivinar como figuras a base de palos y retales de uniformes
franceses para burlarnos del gabacho invasor. Mi abuelo me da un billete de
cien pesetas para comprar golosinas y petardos. Mi abuela el bocadillo.
- Ala, tu
bocadillo, que te lo comas todo –me dice mi abuela- Y ve con cuidado por ahí abajo
- Deja al
chiquillo que se divierta.
- A las dos
a comer.
- Sí abuela.
Ese niño de
entonces no bajaba las escaleras corriendo, las bajaba saltando o volando hasta
llegar a la calle con prontos sonidos de bandas de música cruzando con sus
uniformes azules y sus firmes tambores vibrando. Recuerda los bares llenos de
gente despreocupada tomando aperitivos, sentados todos en sus terrazas o
apoyados en aquellos Seat 124. Ese niño de entonces va encontrándose con más
niños por el barrio cuyas calles están cortadas esos días de fallas de 1983. Se
une a la panda Jesús, Javi, Diego. Algunos van vestidos de falleros, o con el
blusón. Los demás con vaqueros y zapatillas de colores. La pandilla se va
haciendo cada vez más grande a medida que reclaman desde algún telefonillo que
baje otro más de los niños, y así lo hace con su correspondiente bocadillo
envuelto en papel de plata. De ahí al casal del barrio, donde otro de los niños
espera. Nos invitan a una fanta de naranja y a unos cacahuetes y, mientras
todos preparan la próxima aventura, el niño ese que soy yo entonces, siente un
mudo nudo al contemplar a aquella linda niña fallera rubia de perfecta y
cándida mirada azul que sonríe como un ángel entre las otras niñas falleras. Un
golpe en la cabeza por parte de Jesús me devuelve a la realidad. La niña se ha
percatado y ríe por la colleja que acabo de recibir. Comienza la persecución
con una velocidad inusual por mi parte detrás de Jesús, alimentada por la
gasolina de mi orgullo de niño. Los demás nos siguen. Salimos del casal. Jesús
corre más que yo, pero esta vez estoy dispuesto a alcanzarle. Se mete entre
coches aparcados, salta entre las paellas que están cocinando en la calle. El
humo de las mismas no me impide concentrar mi atención en mi presa a pesar de
que huele de maravilla. Entonces siento que tengo hambre. En un segundo
comienzo a recordar, sin detenerme, el bocadillo de mi abuela, y que no lo
tengo. Espero que alguien lo haya recogido. Ahora a por Jesús que dribla a unos
chicos más mayores que están lanzando bengalas hacia las azoteas del barrio.
Algunas señoras nos gritan que vayamos con cuidado. Sigue la persecución. Creo
que puedo alcanzarle. Sé que está cansado y que tendrá que tomar algo de aire.
Lo sé porque a mí me está pasando. Jesús alcanza la falla infantil y aprovecha
la misma para cubrirse de mí. Los demás nos alcanzan mientras nos desafiamos
más o menos sonrientes cogiendo aire y rodeando la barandilla metálica y
naranja que protege los diminutos ninots. Por un segundo alcanzo a ver a uno de
ellos que me saca la lengua como en burla. Siento que todo el mundo está
burlándose de mí en ese momento. Miro fijamente a Jesús. Se le cambia la cara.
Me concentro y salgo a por él como un rayo. Jesús reacciona. Continúa la
persecución. Mientras la banda regresa a la calle a ritmo de Paquito el
Chocolatero. Jesús se mete entre los músicos. Yo hago lo mismo. La persecución
sucede entre instrumentos y pantalones azul marino. Jesús alcanza la falla
grande. Nuevamente se escuda en la circular disposición de las vallas para
librarse de mí. Voy a por él hacia la derecha. Voy a por él hacia la izquierda.
Estamos en un bucle. De repente la voz de su madre suena con contundencia desde
el balcón.
- ¡Jesús!...
¡¿No tenías que traerme el pan?!...
Jesús se
gira hacia el balcón. Comienza a justificarse. Compruebo que el vigilante de la
falla anda distraído y salto la valla cruzando en recto en dirección a Jesús,
pisando el césped que rodea a los ninots. Un Adolfo Suarez con la nariz y el
mentón afilados me contempla con intensidad y seriedad. Seguidamente un Felipe
González con mofletes y dientes de conejo. Sobrepaso a los presidentes. Salto
la otra valla mientras el vigilante se apercibe y me grita. Alcanzo a un
despistado Jesús. Le devuelvo la colleja y me encuentro a mis compañeros de
pandilla riéndose. Me uno a ellos. Jesús nos dice que tiene que ir a por el
pan, que dónde le esperamos.
- En el
callejón – dice Javi mientras me devuelve el bocadillo.
Las Fallas
de 1983 me saben a chorizo pamplonés con mantequilla, a flash de fresa, a las
mejillas de pan de mi abuela, a chocolate con buñuelos y madalenas. Las Fallas
de hace 30 años acuden a mí con aroma a quiosquera pólvora, a colonia fresca, a
paella en la calle, a travesura en el callejón y a merienda de pan bimbo y
lingotín. Las Fallas de aquellos años son las de las sencillas sensaciones, la
de los tiernos valores mucho más genuinos y ciertos que los que sufrimos -que no
vivimos- en estas épocas donde los ninots podrían ser más serios y responsables
en los Congresos y Parlamentos, que los presidentes de cartón que nos gobiernan
como hace dos siglos lo hacían nuestros enemigos Bonapartes.