domingo, 31 de enero de 2010

ENTRESIJOS DE UN RODAJE


Hay una época suspendida en el quimérico universo de nuestra memoria, un tiempo que a todos nos provoca la misma conmovedora sonrisa límpida y reconocible cuando lo rescatamos en silencio de las confusas nebulosas. Hablo de aquel tiempo perfecto en el que nos encontrábamos sentados en las butacas de los cines sin casi alcanzar con nuestros pies el suelo enmoquetado. Sucedía el oscuro de la sala, y súbitamente el inmenso blanco de aquella pantalla comenzaba a transportarnos a través de los años, las geografías, y las emociones al tiempo que se mezclaban con los sonidos y las imágenes los aromas de las palomitas y las colonias infantiles de domingo.

Todos y cada uno de nosotros somos -si lo analizamos profundamente- la causa de nuestro cine, de ese cine particular y nuestro, porque particular y propio es el cine aunque compartido, según las miradas que lo reciben, según los corazones. Con él hemos crecido, con él hemos sabido cómo responder ante un amigo que abrazar, ante un volante que conducir, ante una calle que cruzar, o un vaso que beber, un cigarrillo que tal vez fumar y un difícil dilema moral; ante un detalle con el que sorprender, un desafío imposible que lograr vencer, un labio pretendido desde años para besar, o ante un nombre o ciudad que conquistar.

El cine ha generado en nosotros el apetito por cierta literatura, por ciertos lugares, por cierta ideología que se nos servía más o menos soterradamente. Está sellado en nuestra materia y en nuestra no materia, nuestros propios sueños. Forma parte de nuestra cultura, la de todos conjuntamente, y la particular de cada uno. Y a medida que esta misma se ha ido expandiendo, más y mejor lo ha hecho paradójicamente el cine, nutriéndonos el doble por ser capaces de ver cosas que en otro tiempo éramos incapaces; por ser capaces de percibir mensajes que otros de nuestra edad e incluso mayores nunca podrán ver por miedo a eso mismo, a la cultura, a enfrentarse a ciertas verdades que les esperan en ciertas estanterías o celuloides, verdades sobre sí mismos de las que prefieren y preferirán huir siempre, porque es mucho más cómodo ir forjándose como un pueril espectador cuyo propósito es la diversión únicamente, el no pensar, el no enfrentarse a sí mismo y a sus miedos e inseguridades. El cine tiene el poder de cambiar conciencias. En este histórico momento en el que vivimos en el que todas las naciones se reúnen por ver la manera de frenar el daño que estamos provocando al planeta surge una película que revoluciona el espectáculo conocido: Avatar. Una película cuya importancia más allá de los efectos especiales reside a mi entender en ese mensaje ya conocido y acontecido decenas de veces en pantalla, pero esta vez perfectamente elaborado para poder llegar a las conciencias de esos que sólo buscan películas de acción rápidas, no lentas, de pensar poco, consumidores de videojuegos en los que aniquilar otros seres. A esos se ha dirigido un hermoso mensaje. No era tarea fácil. Se tardaron ocho años en llegar a ello, y no sólo, insisto, por las revolucionarias formas de las tres dimensiones. Se trataba de enviar un mensaje a millones de seres. Ese es el poder que tiene el cine. Y él mismo, no se nos olvide, se retroalimenta de nosotros, los espectadores. A medida que crecemos culturalmente como audiencia, como público con capacidad de crítica y percepción de metáforas y mensajes, el cine nos devuelve historias más avanzadas en cuanto a narrativas y otras distintos códigos y propiedades.

Sí, el cine es desde hace un siglo el lenguaje de lenguajes. Yo mismo soy actor por culpa del cine. Y soy persona, ser humano también, por culpa del cine. Porque al igual que tantos otros que nacimos en aquellos principios de la década de los setenta del pasado siglo soy materia, existencia tangible porque los óvulos y espermatozoides de mis jóvenes padres se encontraron y comprendieron como en ninguna otra noche cualquiera al haber entrado por sus miradas y oídos nostálgicos aquella sencilla película llamada Love Story. Fuimos muchos los niños que nacimos a partir de esa película en todo el mundo. Fueron muchos los que lo hicieron por otras tantas menos multitudinarias y más particulares. Una amiga me dijo en cierta ocasión que ella, por ejemplo, estaba en este mundo por Dos en la Carretera.

Y ¿a quién no tocó el corazón Cinema Paradiso si a todos nos ha tocado el cine? Cuando conocí en la pasada edición de la Mostra de Valencia a Giuseppe Tornatore, director de la maravillosa película, le dije que él mismo y su Cinema Paradiso son los posibles causantes de que me forjara como actor de cine, de que quisiera habitar por siempre en los entresijos de los rodajes. Yo mismo sé que soy Totó. Porque quería alcanzar el germen mismo, la semilla productora de esos sueños que en ocasiones nos hacen ser mejor personas, mucho más comprensivos, más en comunión con los otros seres semejantes o diferentes.

Soy actor de cine. Pero antes de dedicarme a ello, yo consideraba el cine como una especie de limbo inalcanzable, tan solo para el disfrute como espectadores de los mortales. Eso mismo entendía, que para meterse en esa pantalla y vivir aventuras junto a James Bond, Superman, o Luck Skywalker, no se podía ser un mortal, que había que ser una especie de semidiós gigante en tamaño y valores para acontecer como un inmortal héroe y acabar besando a las princesas en technicolor y formato panorámico. El cine se prolongaba en mi corazón, en mi alma, en mi mente. Continuaban las películas repitiéndose en todo mi ser aunque permaneciera dormido o en clase de Historia o Matemáticas – ah, cómo saben esto mis antiguos profesores-. Y es que yo sólo tenía algo más o menos claro en mi vida desde niño y es que me gustaba mucho más la vida que sucedía en la pantalla de los cines. No obstante, nunca, nunca podía llegar a pensar objetivamente que esos sueños los realizaban una serie de sencillos artesanos y demás trabajadores.

Pasaron los años. Y tras mi formación teatral, una formación que nunca concluye, alcancé mi meta con veintitrés años y mis sentidos pletóricos tras la conquista de mi primer formal rodaje. Fue en La Celestina la primera vez que yo formé parte, con vestuario de la Edad Media, de los entresijos de un rodaje.

Toda esa magia explicada en el principio quedó no ya eliminada pero sí almacenada en un dulce rincón de mi alma cuando viví mi primera experiencia como actor en cine. El año era 1995. Fue entonces cuando me ví de lleno en las entrañas de esa forja de sueños, entre focos, técnicos, esperas, cables, actores y personajes. Me sentí como una especie de anónimo y fellinesco Ulises, algo perdido entre aquellos galimatías de silencios y voces, de gentes en movimiento como un organizado ejercito con cámaras y walkie talkies, gentes, gentes, y más gentes que nunca aparecían en aquellas pantallas, y sí sólo sus nombres diminutos en los breves créditos finales. Diminutos nombres para personalidades gigantes. Estaba vestido con la propiedad de un personaje de la Edad Media tardía española. Era Tristán, el joven criado de Calixto. Todo lo registraba con efusividad primera, con interés iniciático, con pasión limpia e inocente. Y entre todos ellos, alguien me sonreía cada vez que adivinaba en mi mirada todo ello. Ella era muy lista, muy joven, enigmática y muy misteriosa en ocasiones. Algunas de las veces nos quedábamos tumbados en dos camas juntas vestidos de época en una de las habitaciones del castillo donde rodábamos. Los ayudantes de dirección nos tenían allí controlados y nos avisaban cuando nos tocaban nuestros planos. Aquella niña protagonista, hoy es un gigante de la pantalla. Nos hicimos muy amigos entonces. Ahora vuelvo a admirarla en las salas, como admiraba de niño a mis privados dioses. Y cada vez que la veo más y más grande, más y más actriz, estrella, constelación inalcanzable, yo sonrío tímidamente como lo hacía cada vez que ella me miraba de esa forma tan enigmática y desconcertante, y entonces entre todos los callados espectadores yo digo muy bajito su nombre. Yo digo sonriendo y con admiración… Penélope.

Este tipo de cosas, más o menos poéticas y comprensibles suceden en uno porque nada vuelve a ser lo mismo en la sala de un cine cuando ya se ha vivido como actor varias veces los entresijos de un rodaje. Cuando uno ha visto que toda magia tiene un por qué, que detrás de un momento emocionante hay una madrugada en la que prontamente un ejercito de gente se reúne en una mesa dispuesta para el café y los primeros bollos como preludio a otra jornada de trabajo. Se despereza el cielo, con frío va pronunciándose el azul en el horizonte. Casi todos duermen. Todos los que verán esa película terminada tal vez un año después. Pero en ese momento nos encontramos como furtivos duendes del mundo y el tiempo elaborándola actores y técnicos, como elaboran los padres de todos los niños sus regalos de Navidad mientras estos duermen ilusionados la noche de Reyes. En nosotros también hay algo de eso mismo. O al menos es me gusta pensar cada vez que me encuentro en un rodaje. Lo primero que hacemos los actores tras el café primero es pasar a vestuario y maquillaje. En esos departamentos nos enteramos de todos los pequeños secretos o no secretos del rodaje. Nos enteramos de los posibles romances, y nos enteramos del ritmo y de lo bien o mal que va yendo el rodaje, que es decir lo mismo que si va bien o mal la gente que compone el equipo de rodaje. Es curioso pero no importan la geografía y las décadas, en todo rodaje, siempre, se dan las mismas características y peculiaridades digamos sociales. Y ninguna película como La Noche Americana de Truffaut que mejor hable de los entresijos de un rodaje. Lo que sucede en esa película es lo que sucede en la gestación de toda película, insisto, no importa la época o el idioma con el que se trabaje.

Tras el vestuario y el maquillaje a esperar en el camerino o la roulote, dependiendo si es en exteriores y no en los platós de algún estudio donde estamos trabajando ese día o esa noche. A esperar, a esperar, a esperar. Es conveniente llevarse a todo rodaje un buen libro, un ipod y mucha paciencia. Puede que se de el caso de rodar enseguida y pronto a casa, o puede que te tengan vestido y maquillado horas antes de rodar tu plano. Mientras a hacer migas con los compañeros del rodaje, con los otros actores vestidos y maquillados, con los técnicos. A esperar, a esperar, a esperar. hay tanto tiempo que por ello se forjan tan grandes amistades. A esperar, a esperar, a esperar. Básicamente nos pagan por ello. Eso decía el maravilloso Pepe Isbert. Eso y…

¡Como alcalde vuestro que soy… ¡

Al principio, en los primeros rodajes, aunque en espera, uno no dejaba de estar próximo a la cámara y todas sus gentes. Se aprendía mucho. Ahora el tiempo se reparte entre uno mismo y su soledad –la soledad también existe en los rodajes- y regresar de nuevo con los compañeros. De repente te llaman. Hay un ensayo. Los del cine lo llaman “Teatrito”, a actores como Juan Diego o Jorge Bosch es un término que les enciende. “¡Cómo que Teatrito! ¡Un respeto señores, no se dice Teatrito, se dice Teatro que es una cosa muy seria!” –omitiendo claro está las consabidas palabras malsonantes- . Ironías aparte. Hablar de Teatrito es hablar de ese momento en el que los jefes de departamento se reúnen con el director para ver la propuesta de los actores. Hacemos nosotros la escena tal y como la sentimos o tal y como nos la pide el director. A veces él nos da la libertad, a veces nos dice exactamente como la quiere. A partir de corregir y fijar, y cuando los directores de fotografía y los operadores de cámara, así como los de sonido y decorados ven cómo quedará la escena y cómo la filmarán (movimientos de cámara, encuadres, tamaño de planos), se ponen a ajustar su labor concreta para dar el sentido global de lo que se pretende en la secuencia. Todos cambian focos, mueven cables, retocan maquillaje, se ajustan los vestuarios, se repasan las líneas de texto, se ensaya una vez más con todo dispuesto y ya estamos a punto todo el equipo para escucharnos aquellas imponentes y reconocibles palabras…: Silencio, por favor… ¿Cámara?... rueda… ¿Sonido?... grabando… Claqueta, por favor… Secuencia 23, toma primera ¡CLACK!... y… ¡Acción!

La toma puede ser buena a la primera. No obstante siempre se rodará otra toma que se denomina “De seguridad”. La script, o secretaria del rodaje apuntará las tomas que al director le gusten para el montaje. Con ello escrito, irán facilitándose la ardua tarea de la edición. Pero no nos vayamos del rodaje. Y escuchemos otra de mis frases favoritas…

- ¡Cortamos para bocata!

Se trata del almuerzo. Se espera esta hora con ilusión infantil o escolar. Porque a ciertas horas, dependiendo de lo pronto que uno se despierta ya aprieta el hambre, y en los rodajes los bocadillos suelen ser riquísimos. Media hora para tomarlos y seguir rodando hasta la hora de la comida. Una empresa de catering nos prepara unos interesantes menús que degustamos todos en carpas cuando rodamos en exteriores, o en comedores si lo hacemos en estudios. En ocasiones a algunos nos da por ir a comer –con previo permiso- a otros lugares. A veces aparecemos en restaurantes vestidos de época sin darnos cuenta y sorprendemos a los demás clientes. Aún recuerdo la cara que pusieron los clientes de un centro comercial cercano a Cáceres cuando entramos con espadas Nancho Novo, Juan Diego Botto, Carlos Fuentes y yo buscando un lugar para comer hamburguesas. Tras el café a seguir rodando las secuencias que queden hasta finalizar la sesión de trabajo. Los actores en ocasiones somos citados para una sola secuencia en un día, o para un montón otro. No importa la cantidad de trabajo que realicemos en una jornada u otra. Siempre se cobra por sesión de rodaje lo mismo. Así se negocia. Y tenemos derecho a cobrar si se nos ha maquillado y vestido. Por ello, muchos viejos actores que han sabido sobrevivir a esta montaña rusa de oficio nada más llegar al set quieren ser vestidos y maquillados cuanto antes. Porque si de repente hay algún error o cambio de planes y la secuencia o secuencias de ese actor se deciden para otro día, él sigue cobrando su sesión. Son los octogenarios actores que vivieron con un baúl y sin teléfono móvil en pensiones propias de novela o memoria de Fernan Gómez cuando fueron adolescentes.

Detalles picarescos a parte, todo rodaje está sujeto a unas legislaciones laborales que se cumplen con rigor. No debemos de olvidar que hablamos de un sector industrial del que viven muchos y diferentes profesionales. Muchísimos más si lo planteamos incluso colateralmente. Hay que organizar viajes, hoteles, servicios de catering, alquiler de vehículos, un enorme despliegue humano de producción para negociar y gestionar con ayuntamientos y demás instituciones, abogados, economistas, contables, carpinteros, electricistas, jefes de seguridad, secretarias, gabinetes de prensa, maquilladores, peluqueros, diseñadores gráficos, publicistas, y un largo etcétera al tiempo que sucede el reconocido equipo artístico: director, guionista, músico, actores.

Yo siempre he considerado todo rodaje como un microuniverso paralelo a las realidades diarias. Estar dentro de él me reafirma, me salva, me denomina, me potencia, me expande, me nutre, me ayuda, me ilimita. Amo estar entre cables y focos compartiendo el viaje de una película con los demás compañeros. Amo sobretodas las cosas esa convivencia con actores y técnicos, con gente vinculada a ese proyecto nuevo que viene a ser sencillamente el contar otra historia. Amo contar historias. Eso soy yo como actor, escritor o cada vez que me expreso con una cámara de fotos o de video, un contador de historias que tal vez provoque en alguna cierta ocasión a una sola persona la necesidad de acercarse al lugar de donde proceden los sueños, al lugar de donde surgen las historias, para poder también contarlas y seguir así con un vínculo incorruptible que viene sucediendo desde que el hombre primitivo con la ayuda de una antorcha y pinturas rupestres hacía más llevadera la existencias de sus compañeros de comunidad narrándoles hazañas de caza o diferentes rituales. Hoy la antorcha es el proyector cuando se enciende y quedan suspendidas las partículas en ese mágico haz de luz perfectamente dirigido al blanco gigantesco de enfrente. La próxima vez que acudan al cine a ver una película, cuando apaguen las luces y enciendan el proyector dirijan sus miradas a ese chorro de luz, dirijan así mismo sus propios corazones. Queden mirando en silencio unos segundos ese contenido de partículas vibrantes, y verán como alcanzan a ver ahí mismo, suspendido en el aire la materia y el sueño de los entresijos de un rodaje.

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