domingo, 31 de enero de 2010
Curso en el Festival Andoenredando
ENTRESIJOS DE UN RODAJE
Hay una época suspendida en el quimérico universo de nuestra memoria, un tiempo que a todos nos provoca la misma conmovedora sonrisa límpida y reconocible cuando lo rescatamos en silencio de las confusas nebulosas. Hablo de aquel tiempo perfecto en el que nos encontrábamos sentados en las butacas de los cines sin casi alcanzar con nuestros pies el suelo enmoquetado. Sucedía el oscuro de la sala, y súbitamente el inmenso blanco de aquella pantalla comenzaba a transportarnos a través de los años, las geografías, y las emociones al tiempo que se mezclaban con los sonidos y las imágenes los aromas de las palomitas y las colonias infantiles de domingo.
Todos y cada uno de nosotros somos -si lo analizamos profundamente- la causa de nuestro cine, de ese cine particular y nuestro, porque particular y propio es el cine aunque compartido, según las miradas que lo reciben, según los corazones. Con él hemos crecido, con él hemos sabido cómo responder ante un amigo que abrazar, ante un volante que conducir, ante una calle que cruzar, o un vaso que beber, un cigarrillo que tal vez fumar y un difícil dilema moral; ante un detalle con el que sorprender, un desafío imposible que lograr vencer, un labio pretendido desde años para besar, o ante un nombre o ciudad que conquistar.
El cine ha generado en nosotros el apetito por cierta literatura, por ciertos lugares, por cierta ideología que se nos servía más o menos soterradamente. Está sellado en nuestra materia y en nuestra no materia, nuestros propios sueños. Forma parte de nuestra cultura, la de todos conjuntamente, y la particular de cada uno. Y a medida que esta misma se ha ido expandiendo, más y mejor lo ha hecho paradójicamente el cine, nutriéndonos el doble por ser capaces de ver cosas que en otro tiempo éramos incapaces; por ser capaces de percibir mensajes que otros de nuestra edad e incluso mayores nunca podrán ver por miedo a eso mismo, a la cultura, a enfrentarse a ciertas verdades que les esperan en ciertas estanterías o celuloides, verdades sobre sí mismos de las que prefieren y preferirán huir siempre, porque es mucho más cómodo ir forjándose como un pueril espectador cuyo propósito es la diversión únicamente, el no pensar, el no enfrentarse a sí mismo y a sus miedos e inseguridades. El cine tiene el poder de cambiar conciencias. En este histórico momento en el que vivimos en el que todas las naciones se reúnen por ver la manera de frenar el daño que estamos provocando al planeta surge una película que revoluciona el espectáculo conocido: Avatar. Una película cuya importancia más allá de los efectos especiales reside a mi entender en ese mensaje ya conocido y acontecido decenas de veces en pantalla, pero esta vez perfectamente elaborado para poder llegar a las conciencias de esos que sólo buscan películas de acción rápidas, no lentas, de pensar poco, consumidores de videojuegos en los que aniquilar otros seres. A esos se ha dirigido un hermoso mensaje. No era tarea fácil. Se tardaron ocho años en llegar a ello, y no sólo, insisto, por las revolucionarias formas de las tres dimensiones. Se trataba de enviar un mensaje a millones de seres. Ese es el poder que tiene el cine. Y él mismo, no se nos olvide, se retroalimenta de nosotros, los espectadores. A medida que crecemos culturalmente como audiencia, como público con capacidad de crítica y percepción de metáforas y mensajes, el cine nos devuelve historias más avanzadas en cuanto a narrativas y otras distintos códigos y propiedades.
Sí, el cine es desde hace un siglo el lenguaje de lenguajes. Yo mismo soy actor por culpa del cine. Y soy persona, ser humano también, por culpa del cine. Porque al igual que tantos otros que nacimos en aquellos principios de la década de los setenta del pasado siglo soy materia, existencia tangible porque los óvulos y espermatozoides de mis jóvenes padres se encontraron y comprendieron como en ninguna otra noche cualquiera al haber entrado por sus miradas y oídos nostálgicos aquella sencilla película llamada Love Story. Fuimos muchos los niños que nacimos a partir de esa película en todo el mundo. Fueron muchos los que lo hicieron por otras tantas menos multitudinarias y más particulares. Una amiga me dijo en cierta ocasión que ella, por ejemplo, estaba en este mundo por Dos en la Carretera.
Y ¿a quién no tocó el corazón Cinema Paradiso si a todos nos ha tocado el cine? Cuando conocí en la pasada edición de la Mostra de Valencia a Giuseppe Tornatore, director de la maravillosa película, le dije que él mismo y su Cinema Paradiso son los posibles causantes de que me forjara como actor de cine, de que quisiera habitar por siempre en los entresijos de los rodajes. Yo mismo sé que soy Totó. Porque quería alcanzar el germen mismo, la semilla productora de esos sueños que en ocasiones nos hacen ser mejor personas, mucho más comprensivos, más en comunión con los otros seres semejantes o diferentes.
Soy actor de cine. Pero antes de dedicarme a ello, yo consideraba el cine como una especie de limbo inalcanzable, tan solo para el disfrute como espectadores de los mortales. Eso mismo entendía, que para meterse en esa pantalla y vivir aventuras junto a James Bond, Superman, o Luck Skywalker, no se podía ser un mortal, que había que ser una especie de semidiós gigante en tamaño y valores para acontecer como un inmortal héroe y acabar besando a las princesas en technicolor y formato panorámico. El cine se prolongaba en mi corazón, en mi alma, en mi mente. Continuaban las películas repitiéndose en todo mi ser aunque permaneciera dormido o en clase de Historia o Matemáticas – ah, cómo saben esto mis antiguos profesores-. Y es que yo sólo tenía algo más o menos claro en mi vida desde niño y es que me gustaba mucho más la vida que sucedía en la pantalla de los cines. No obstante, nunca, nunca podía llegar a pensar objetivamente que esos sueños los realizaban una serie de sencillos artesanos y demás trabajadores.
Pasaron los años. Y tras mi formación teatral, una formación que nunca concluye, alcancé mi meta con veintitrés años y mis sentidos pletóricos tras la conquista de mi primer formal rodaje. Fue en La Celestina la primera vez que yo formé parte, con vestuario de la Edad Media, de los entresijos de un rodaje.
Toda esa magia explicada en el principio quedó no ya eliminada pero sí almacenada en un dulce rincón de mi alma cuando viví mi primera experiencia como actor en cine. El año era 1995. Fue entonces cuando me ví de lleno en las entrañas de esa forja de sueños, entre focos, técnicos, esperas, cables, actores y personajes. Me sentí como una especie de anónimo y fellinesco Ulises, algo perdido entre aquellos galimatías de silencios y voces, de gentes en movimiento como un organizado ejercito con cámaras y walkie talkies, gentes, gentes, y más gentes que nunca aparecían en aquellas pantallas, y sí sólo sus nombres diminutos en los breves créditos finales. Diminutos nombres para personalidades gigantes. Estaba vestido con la propiedad de un personaje de la Edad Media tardía española. Era Tristán, el joven criado de Calixto. Todo lo registraba con efusividad primera, con interés iniciático, con pasión limpia e inocente. Y entre todos ellos, alguien me sonreía cada vez que adivinaba en mi mirada todo ello. Ella era muy lista, muy joven, enigmática y muy misteriosa en ocasiones. Algunas de las veces nos quedábamos tumbados en dos camas juntas vestidos de época en una de las habitaciones del castillo donde rodábamos. Los ayudantes de dirección nos tenían allí controlados y nos avisaban cuando nos tocaban nuestros planos. Aquella niña protagonista, hoy es un gigante de la pantalla. Nos hicimos muy amigos entonces. Ahora vuelvo a admirarla en las salas, como admiraba de niño a mis privados dioses. Y cada vez que la veo más y más grande, más y más actriz, estrella, constelación inalcanzable, yo sonrío tímidamente como lo hacía cada vez que ella me miraba de esa forma tan enigmática y desconcertante, y entonces entre todos los callados espectadores yo digo muy bajito su nombre. Yo digo sonriendo y con admiración… Penélope.
Este tipo de cosas, más o menos poéticas y comprensibles suceden en uno porque nada vuelve a ser lo mismo en la sala de un cine cuando ya se ha vivido como actor varias veces los entresijos de un rodaje. Cuando uno ha visto que toda magia tiene un por qué, que detrás de un momento emocionante hay una madrugada en la que prontamente un ejercito de gente se reúne en una mesa dispuesta para el café y los primeros bollos como preludio a otra jornada de trabajo. Se despereza el cielo, con frío va pronunciándose el azul en el horizonte. Casi todos duermen. Todos los que verán esa película terminada tal vez un año después. Pero en ese momento nos encontramos como furtivos duendes del mundo y el tiempo elaborándola actores y técnicos, como elaboran los padres de todos los niños sus regalos de Navidad mientras estos duermen ilusionados la noche de Reyes. En nosotros también hay algo de eso mismo. O al menos es me gusta pensar cada vez que me encuentro en un rodaje. Lo primero que hacemos los actores tras el café primero es pasar a vestuario y maquillaje. En esos departamentos nos enteramos de todos los pequeños secretos o no secretos del rodaje. Nos enteramos de los posibles romances, y nos enteramos del ritmo y de lo bien o mal que va yendo el rodaje, que es decir lo mismo que si va bien o mal la gente que compone el equipo de rodaje. Es curioso pero no importan la geografía y las décadas, en todo rodaje, siempre, se dan las mismas características y peculiaridades digamos sociales. Y ninguna película como La Noche Americana de Truffaut que mejor hable de los entresijos de un rodaje. Lo que sucede en esa película es lo que sucede en la gestación de toda película, insisto, no importa la época o el idioma con el que se trabaje.
Tras el vestuario y el maquillaje a esperar en el camerino o la roulote, dependiendo si es en exteriores y no en los platós de algún estudio donde estamos trabajando ese día o esa noche. A esperar, a esperar, a esperar. Es conveniente llevarse a todo rodaje un buen libro, un ipod y mucha paciencia. Puede que se de el caso de rodar enseguida y pronto a casa, o puede que te tengan vestido y maquillado horas antes de rodar tu plano. Mientras a hacer migas con los compañeros del rodaje, con los otros actores vestidos y maquillados, con los técnicos. A esperar, a esperar, a esperar. hay tanto tiempo que por ello se forjan tan grandes amistades. A esperar, a esperar, a esperar. Básicamente nos pagan por ello. Eso decía el maravilloso Pepe Isbert. Eso y…
¡Como alcalde vuestro que soy… ¡
Al principio, en los primeros rodajes, aunque en espera, uno no dejaba de estar próximo a la cámara y todas sus gentes. Se aprendía mucho. Ahora el tiempo se reparte entre uno mismo y su soledad –la soledad también existe en los rodajes- y regresar de nuevo con los compañeros. De repente te llaman. Hay un ensayo. Los del cine lo llaman “Teatrito”, a actores como Juan Diego o Jorge Bosch es un término que les enciende. “¡Cómo que Teatrito! ¡Un respeto señores, no se dice Teatrito, se dice Teatro que es una cosa muy seria!” –omitiendo claro está las consabidas palabras malsonantes- . Ironías aparte. Hablar de Teatrito es hablar de ese momento en el que los jefes de departamento se reúnen con el director para ver la propuesta de los actores. Hacemos nosotros la escena tal y como la sentimos o tal y como nos la pide el director. A veces él nos da la libertad, a veces nos dice exactamente como la quiere. A partir de corregir y fijar, y cuando los directores de fotografía y los operadores de cámara, así como los de sonido y decorados ven cómo quedará la escena y cómo la filmarán (movimientos de cámara, encuadres, tamaño de planos), se ponen a ajustar su labor concreta para dar el sentido global de lo que se pretende en la secuencia. Todos cambian focos, mueven cables, retocan maquillaje, se ajustan los vestuarios, se repasan las líneas de texto, se ensaya una vez más con todo dispuesto y ya estamos a punto todo el equipo para escucharnos aquellas imponentes y reconocibles palabras…: Silencio, por favor… ¿Cámara?... rueda… ¿Sonido?... grabando… Claqueta, por favor… Secuencia 23, toma primera ¡CLACK!... y… ¡Acción!
La toma puede ser buena a la primera. No obstante siempre se rodará otra toma que se denomina “De seguridad”. La script, o secretaria del rodaje apuntará las tomas que al director le gusten para el montaje. Con ello escrito, irán facilitándose la ardua tarea de la edición. Pero no nos vayamos del rodaje. Y escuchemos otra de mis frases favoritas…
- ¡Cortamos para bocata!
Se trata del almuerzo. Se espera esta hora con ilusión infantil o escolar. Porque a ciertas horas, dependiendo de lo pronto que uno se despierta ya aprieta el hambre, y en los rodajes los bocadillos suelen ser riquísimos. Media hora para tomarlos y seguir rodando hasta la hora de la comida. Una empresa de catering nos prepara unos interesantes menús que degustamos todos en carpas cuando rodamos en exteriores, o en comedores si lo hacemos en estudios. En ocasiones a algunos nos da por ir a comer –con previo permiso- a otros lugares. A veces aparecemos en restaurantes vestidos de época sin darnos cuenta y sorprendemos a los demás clientes. Aún recuerdo la cara que pusieron los clientes de un centro comercial cercano a Cáceres cuando entramos con espadas Nancho Novo, Juan Diego Botto, Carlos Fuentes y yo buscando un lugar para comer hamburguesas. Tras el café a seguir rodando las secuencias que queden hasta finalizar la sesión de trabajo. Los actores en ocasiones somos citados para una sola secuencia en un día, o para un montón otro. No importa la cantidad de trabajo que realicemos en una jornada u otra. Siempre se cobra por sesión de rodaje lo mismo. Así se negocia. Y tenemos derecho a cobrar si se nos ha maquillado y vestido. Por ello, muchos viejos actores que han sabido sobrevivir a esta montaña rusa de oficio nada más llegar al set quieren ser vestidos y maquillados cuanto antes. Porque si de repente hay algún error o cambio de planes y la secuencia o secuencias de ese actor se deciden para otro día, él sigue cobrando su sesión. Son los octogenarios actores que vivieron con un baúl y sin teléfono móvil en pensiones propias de novela o memoria de Fernan Gómez cuando fueron adolescentes.
Detalles picarescos a parte, todo rodaje está sujeto a unas legislaciones laborales que se cumplen con rigor. No debemos de olvidar que hablamos de un sector industrial del que viven muchos y diferentes profesionales. Muchísimos más si lo planteamos incluso colateralmente. Hay que organizar viajes, hoteles, servicios de catering, alquiler de vehículos, un enorme despliegue humano de producción para negociar y gestionar con ayuntamientos y demás instituciones, abogados, economistas, contables, carpinteros, electricistas, jefes de seguridad, secretarias, gabinetes de prensa, maquilladores, peluqueros, diseñadores gráficos, publicistas, y un largo etcétera al tiempo que sucede el reconocido equipo artístico: director, guionista, músico, actores.
Yo siempre he considerado todo rodaje como un microuniverso paralelo a las realidades diarias. Estar dentro de él me reafirma, me salva, me denomina, me potencia, me expande, me nutre, me ayuda, me ilimita. Amo estar entre cables y focos compartiendo el viaje de una película con los demás compañeros. Amo sobretodas las cosas esa convivencia con actores y técnicos, con gente vinculada a ese proyecto nuevo que viene a ser sencillamente el contar otra historia. Amo contar historias. Eso soy yo como actor, escritor o cada vez que me expreso con una cámara de fotos o de video, un contador de historias que tal vez provoque en alguna cierta ocasión a una sola persona la necesidad de acercarse al lugar de donde proceden los sueños, al lugar de donde surgen las historias, para poder también contarlas y seguir así con un vínculo incorruptible que viene sucediendo desde que el hombre primitivo con la ayuda de una antorcha y pinturas rupestres hacía más llevadera la existencias de sus compañeros de comunidad narrándoles hazañas de caza o diferentes rituales. Hoy la antorcha es el proyector cuando se enciende y quedan suspendidas las partículas en ese mágico haz de luz perfectamente dirigido al blanco gigantesco de enfrente. La próxima vez que acudan al cine a ver una película, cuando apaguen las luces y enciendan el proyector dirijan sus miradas a ese chorro de luz, dirijan así mismo sus propios corazones. Queden mirando en silencio unos segundos ese contenido de partículas vibrantes, y verán como alcanzan a ver ahí mismo, suspendido en el aire la materia y el sueño de los entresijos de un rodaje.
miércoles, 20 de enero de 2010
Hi Kido...
Perceptible pero silente, aquella noche era fría, muy fría. Eso sí que lo recuerdo con precisión. Y que todos se distribuían por las aceras, los asfaltos, y los pequeños edificios del barrio dormido de Benimaclet. Acontecía nuevamente ese conocido galimatías organizado de gentes moviendo de aquí para allá maquinaria, cables, cámaras y focos. Paralelamente, en el departamento de vestuario y maquillaje, los actores nos estábamos trasladando a la personalidad de unos asesinos a sueldo. El señor Jorge Bosso interpretaba a El Profesor, mi mentor, mi maestro en el oscuro arte del asesinato, del arrebato de vidas en esta maravillosa historia; y yo interpretaba a El Bonsái, su aprendiz, su joven recluta, para un oficio de esos tan existentes y al mismo tiempo tan callados y que se vienen ejerciendo desde que la muerte es muerte y la vida es vida.
Era mi primer día de rodaje para “Bala Perdida”, o mejor dicho mi primera noche. Y como primera sesión en la nueva película me tocaba vivir mi primera experiencia como asesino. Se trataba de mi estreno, mi iniciación en un fosco territorio que a partir de entonces pasaría a ser mi patria. No, no se confundan, no les habla Sergio Villanueva ahora, es El Bonsái quien les lanza estas palabras. Sí, El Bonsái estaba a punto de arrebatar una vida más o menos inocente en un insondable y recogido callejón junto a la plaza mayor del entrañable barrio próximo a Alboraya. Y ya se sabe que cuando un hombre mata a otro, no sólo le quita la vida que estaba viviendo, sino también le arrebata toda esa vida que pudo llegar a tener, como dice William Muny, o tal vez Clint Eastwood, sin perdón alguno, en aquella legendaria película.
La que estábamos rodando se titulaba “Bala Perdida” y también tenía algo de ese mágico aura que desprende ese genero llamado Western. Navegaba en la superficie narrativa la esencia de la filosofía del lejano oeste, el dibujo de la soledad de ciertos hombres vinculados de por vida a su destino, vinculados también a él de por muerte. De hecho, aunque la trama se mostraba en época actual, viviríamos el rodaje de una propia película del oeste, con vaqueros, caballos, tiros, y un poblado donde resurgiría cierta leyenda, cierto televisivo héroe.
Y es que en un momento más o menos determinado de la película, un padre y un hijo van regresando a sí mismos, van sus almas encontrándose, mientras el padre trabaja como fotógrafo en el rodaje de una película de género que se rueda en un poblado de Campello, lugar donde el niño vivirá por fin la certeza de quién es esencialmente su figura admirable.
Ya me habían pintado el tatuaje en el cuello, ya el departamento de atrezzo me había proporcionado la navaja automática con la que acabar con Alejandro Jornet, que interpretaba a un vagabundo sordomudo que tal vez había visto demasiado, deambulando por el lugar equivocado a escasos días de su muerte. Era un nuevo rodaje, otra más de mis películas como actor, otro de mis viajes quiméricos en la piel de personajes extremos, tan distintos a mí – sí, a Sergio Villanueva- era otro más de mis periplos fantásticos por el país del celuloide donde ser otra persona, con otro historial, y también otro nombre. Y otra vez sucedía la experiencia sin moverme casi de casa. Otra vez era en mi ciudad. En Valencia sucedía el rodaje.
Un tiempo atrás, había sido propuesto para rodar esa película. Acababa de aterrizar en Madrid tras haber pasado tres meses rodando en la selva del Amazonas una película de aventuras. Pero eso forma parte de otra historia para ser contada en otro momento. La cuestión es que mi amigo Jorge de Juan, actor y productor que ustedes conocerán por el exitoso montaje teatral de “La mujer de negro” con cifras record de representaciones junto a Emilio Gutiérrez Caba, había conseguido posicionar un proyecto que tenía rumiando y diseñando desde hacía años. Se trataba del guión de una película cuya historia era algo muy personal para él, muy especial. Así lo transmitió a todo el reparto. Así me llegó al corazón, y con ilusión casi infantil, como cada vez que me embarco en otro proyecto que surge del alma de los creadores, recibí el guión con ímpetu de búsquedas, de juego, de viajar hacia lugares propios que nunca antes había pensado que habitaran en mi interior. “Bala Perdida” sería mi próxima película. Pronto volvería a construir otro personaje fascinante. Pronto otra vez en Valencia.
Ya con el vestuario acorde, ya con las solapas chulescamente sobre la chaqueta, ya el peinado preciso, posiblemente esperpéntico, y caminando con el ayudante de dirección hacia el set, junto a Jorge Bosso, o mejor dicho El Profesor, elegante y magnánimo, vestido de rotundo negro. El ayudante indicando por el walkie que ya nos dirigíamos hacia la localización. Ya pronto escuchar la claqueta y el consabido ¡Acción!, tras el cual cobraría vida la lección, la iniciación en cierto arte oculto, ya de inmediato el asesinato de mi primera víctima, no muy lejos de Orriols, el barrio de mis abuelos, donde tantas veces jugábamos los niños a asesinarnos con sonoros ¡piñau, piñau! y a resucitarnos con mágicos ¡chic y chacs! para seguir con esas persecuciones peliculeras de policías y ladrones. Me vino a la mente la totalidad de aquellas sensaciones vibrantes, y como siempre que me sucede cuando me encuentro hoy en día trabajando en algo por lo que me pagan por pasármelo igual de bien que cuando era un niño coleccionando en las calles travesuras, sonreí privadamente antes de acometer con seriedad el ensayo de la secuencia y las negociaciones artísticas de ciertas acciones prontas a surgir delante de la cámara. Me acordé de mis abuelos al pisar aquellas calles del anochecido Benimaclet, convertido en El Bonsái, y estoy seguro también de que les dediqué algo de mi trabajo de esa noche.
Y es que uno, antes de actor ha sido actor en calles, patios de colegio y parques, no sé si me entienden. Y también ha sido antes espectador, en los cines Serrano, Goya, Martí, Rex, Capitol, Gran Vía o Tyris. Y todavía ese uno sigue siendo espectador constantemente de esas salas hoy inexistentes porque aún se recuerdan con poderosa nostalgia las sensaciones indescriptibles que se vivieron delante de las pantallas de aquellos lugares.
De todo ello algo queda, de todo ese poder de invocar a las hadas y los duendes. Ser actor te permite eso, vivir más o menos conectado al niño que un día fuimos. Eso mismo decía el gran Giorgio Strehler.
Esa noche vaporosa y fresca, incidiendo como siempre la noche fría de Valencia en los huesos húmedamente, también daba para pensar en la ocasión única que suponía compartir un rodaje en Valencia con actores tan admirables. Eso mismo vino también a mi mente tal vez con el primer sorbo estimulante del café que me había preparado algún auxiliar. Porque comprendan que no es muy frecuente formar parte de un reparto en el que se reúnen nombres como Juanjo Puigcorvé, Emilio Gutierrez Caba, Mercedes Sampietro, Juli Mira o Cristina Plazas. Pero mucho menos frecuente es coincidir con cierta leyenda del celuloide, cierto héroe televisivo de tu infancia, de esos que acontecían algunas tardes en la tele de la casa de los abuelos, ese lugar ahora patrimonio de mi particular reminiscencia o melancolía en ocasiones, pero que tan cercano físicamente se encontraba aquella noche.
Recordaba el día en que por teléfono Jorge de Juan me comunicó que sí, que efectivamente él se unía al barco. Había regresado de New York con la maravillosa noticia junto a Pau Martínez, el director de la película, también valenciano, también gran amigo y con quien formo parte de una generación que a mí me gusta denominar como “Generación del Hi8”, algo que explicaré más adelante. El caso es que sí, que efectivamente contábamos con él para contar la historia. El señor David Carradine -mi querido Kung Fú en la tele de la casa de mis abuelos- vendría a rodar con nosotros a Valencia.
-¿Qué pasa Bonsái?
Mis divagaciones fueron interrumpidas por Pau, mi amigo y compañero de tantos iniciales, presentes y futuros viajes, el director de “Bala Perdida”. Nos estaba chequeando como Profesor y Bonsái. Pasamos la secuencia delante de él. Una vez más para los departamentos técnicos. Se suele hacer ese proceso en todo rodaje. Se llama “teatrito”. Una denominación que suele poner muy nervioso al compañero Juan Diego. Siempre que escucha en un rodaje a alguien diciendo “vamos a ver el teatrito” él salta con esa mordida intensidad tan conocida en pantalla diciendo “¡Ni teatrito ni ostias! ¡Un respeto al TEATRO!” Los peliculeros que diría Fernán Gómez denominan teatrito a la representación en el espacio de la secuencia por parte de los actores. Una vez se deja claro junto con el director cómo será definitivamente los departamentos comienzan a preparar la cámara, los focos, la decoración, el vestuario, el atrezzo, y en fin todas las necesidades que se precisan para cumplir el rodaje con el número de planos y la características de los mismos que precisa el director. Entonces los actores salen del set para dejar trabajar a los técnicos y nuevamente nos encontramos con otro tiempo precioso para poder darle algún aderezo a la escena. Se trata de esas sutiles y pequeñas cuestiones que no alterarán lo que el director espera, pero que añadirán ese conocido “no sé qué” que impulsa desde el arte del actor a la secuencia y por tanto a la película. Se trata de ese “no sé qué” que no pudieron predecir ni el director ni el guionista porque, no se nos olvide, el actor es otro autor más en el proceso de contar una historia cinematográfica. Tal vez el penúltimo si entendemos como último al montador. Aunque también están, claro está, los técnicos de sonido y el músico de la película.
En este sentido, no sólo con los que uno se va encontrando en rodaje como actor, también los técnicos de la post-producción en Valencia son brillantes. Creo que en este momento nuestra ciudad cuenta con un nutrido número de profesionales tanto delante como detrás de la cámara por las coyunturas favorables que a nivel de producción se están dando en nuestra ciudad. Por y para ello surgen las nuevas escuelas de Arte Dramático, y de Comunicación y Técnicas Audiovisuales como el Centro de Estudios de la Ciudad de la Luz, institución con la que este mismo año colaboraré como profesor de Interpretación ante la Cámara. Pero volvamos a “Bala perdida”, regresemos a aquella noche concreta.
Escuchamos Acción y nos encontramos interrogando a ese vagabundo sordomudo. sacamos la información que precisamos y ya ha llegado la hora. Bonsái no lo sabe pero El Profesor ha escogido esa como la primera víctima de su pupilo. Así se lo hace ver, indicando que no lo resuelva con pistola, que lo haga limpiamente y con la navaja. Ocultando los posibles nervios del principiante soy un Bonsái a punto para pasar al lado oscuro. Y lo hago rajando las tripas de esa pobre alma. Dibujo un sutil matiz en mi interpretación que indique al público que existe algo de conflictos en mi interior al ejecutar el mandato del Profesor. A pesar de todo el personaje es humano. Y como actores se nos forma o nos deberían de formar no juzgando a nuestros personajes, en el conocimiento interpretativo de que no existen buenos o malos, que hay que abordar esos personajes entendiendo que son las causas de sus circunstancias, se ruedan tres o cuatro tomas, de la misma secuencia distintos planos. Pronto se da por buena y realizada. Los actores pueden ir a descansar a casa. Los técnicos tienen largas horas por delante. Así son los rodajes. Como actor hay días que no tienes nada más que una pequeña acción en una sola secuencia. Otros son varias secuencias de dureza interpretativa con muchas líneas de texto. Me despido del equipo de rodaje, le doy un abrazo a Pau martínez. Cuando el abrazo es intenso, de un modo tal que nuestros corazones parecen encontrarse le digo al oído en una especie de masónica intención, que solo nosotros sabemos entre tanta y tanta gente: ya estamos haciendo otra, maestro. Y él me dice de igual modo: otra de las muchas que vendrán.
A Pau me une, como les he indicado anteriormente, una época inicial aquí en Valencia en la que estuvimos lanzados a un laboratorio intermitente llamado cortometraje. Aquí en Valencia, nuestros sueños e inquietudes se unieron casi al mismo tiempo: él al otro lado de la cámara, yo frente a ella. Estábamos conectados por una misma ligazón que no es otra que el querer contar historias sirviéndonos de ese vehículo mágico e ilusionante llamado cine.
“Bala Perdida” no había sido escrita por él, era un trabajo de esos que se llaman “de encargo”, pero fue interpretada por su sobresaliente visión de cineasta y traducida a la pantalla para ustedes con gran conocimiento del oficio. A Pau Martínez me une otra ligazón conceptual: querer vivir en Valencia, querer desarrollar nuestras propuestas desde este lugar increíble que paradójicamente en ocasiones no es muy agradecido con sus propios artistas. Eso nos unió a la “Generación del Hi8”. Otros dos importantes miembros de este grupo también se encontraban rodando “Bala Perdida”, se trataba de Nacho Sánchez, actualmente especializado en producción; y Gabriel Ochoa, hoy en día director de cine y teatro, y dramaturgo. Otros nombres de aquella Generación son: Carlos Aimeur, periodista y escritor, y Jose Luis Moreno, productor audiovisual en su momento, ambos actualmente desempeñando importantes funciones en la sede de la Filmoteca de nuestra ciudad; Roberto Fariña, fotógrafo; Enrique Arce, actor; Carlos García, guionista; Carlos Durbán, Patricio Canet, el propio Pau Martínez y el mismo que les dedica estas palabras, yo mismo, no El Bonsái, sino Sergio Villanueva. Falta algún nombre, otros vinieron a formar parte de nuestros viajes puntualmente. Pero todos teníamos un sueño, trabajar en el cine, y hacerlo básicamente desde nuestra ciudad, Valencia. Cuando comenzamos a hacer cortometrajes contábamos con un amigo que nos alquilaba a buen precio su equipo de Hi8. Con aquella cámara y edición hicimos decenas de cortos que nos sirvieron de germen para conocer el medio, y para practicar con él cosas que nos serían posibles en el cine comercial. De hecho en aquella época no existía ni siquiera eso mismo, cine comercial, ficción televisiva, nada. Yo me fui a Madrid. Allí pude forjarme poco a poco como actor de cine, algo que nunca concluye porque siempre estamos en constante proceso de aprendizaje. Paralelamente en Valencia las cosas iban dirigiéndose hacia la normalidad en cuanto a producción audiovisual por el empuje de varios productores y demás profesionales del sector que supieron expresar las necesidades a las Instituciones, agrupándose entre ellos y haciendo fuerte, serio y respetable un sector cuyas posibilidades eran algo desconocidas o no muy valoradas antes. Aquello funcionó. Y hoy en día el tejido industrial va desarrollándose poco a poco acorde con buenas voluntades.
Todo ello es porque se es consciente ya, desde cualquier punto de vista, que el sector audiovisual mueve cantidades de profesionales directa o indirectamente; supone algo beneficioso siempre, a nivel económico, promocional de la zona, y también culturalmente. Pero hay que esforzarse un poco más, hay que arriesgar en nuevas historias y lo más importante en cómo contarlas. Pau para mí supone una de esas claras renovaciones en un momento en el que el audiovisual valenciano comenzaba a despegar, pero que también hubiera volado mucho más alto si las alas otorgadas hubieran sido otras, y los cielos que explorar más acorde para este tipo de vuelos.
Metáforas aparte, lo cierto es que contamos con una ciudad perfecta para la sucesión de rodajes. Contamos con todo tipo de localizaciones, y nuestro clima Mediterráneo es el excelente para el ejercicio cinematográfico. Tengan en cuenta que se trata del clima exacto que se da por ejemplo en California, sede de la industria norteamericana del cine, y por algo será que desde hace un siglo, esa es la luz que más convence a los cinematógrafos. Sí, Valencia ya cuenta con la Ciudad de la Luz, y un sin fin de geografías potenciales. También sus ciudades son constantes marcos de rodajes. De la que más puedo hablar es de Valencia, aun habiendo rodado en Castellón y Alicante. Y he de decir que en cada una de las ocasiones que me he encontrado rodando en casa he podido comprobar cómo los equipos de rodaje, ya provenientes de Madrid, de la propia ciudad, o de otras ciudades, se mantenían en una constante armonía, envueltos en una atmósfera anímica muy contenta y suave. Es tan importante esto último que se comenta para que suceda un brillante producto audiovisual.
Valencia provoca eso mismo en el carácter del valenciano y del viajero que acude por trabajo a este lugar. El querido Bigas Luna, cada vez que me lo encuentro en Valencia o en otra parte me comenta que cada vez que viene aquí, que va acercándose a la ciudad, de un modo incontrolable se va poniendo de buen humor. Esa sensación es la que teníamos en cada uno de nuestros corazones durante cada uno de los días del rodaje de “Bala Perdida”. Esa era la sensación misma de David Carradine, encantado, sintiéndose en todo momento como en su propia casa.
Me gustaba contemplarle, era fascinante esa velocidad como a otro tempo mucho más sereno y seguro con el que ejecutaba sus ademanes. Impresionaba cada vez que se quedaba mirándote, parecía que la historia de muchas décadas de cine estuvieran a uno mismo observándole. Recuerdo la imagen suya imponente, totalmente vestido como un cowboy, saliendo de la caravana y dirigiéndose hacia su caballo. Era brutal y majestuoso verle montar y manejar las pistolas, apretando el gatillo tras mostrar una sonrisa a un tiempo granuja, a un tiempo elegante. Él no lo sabía pero yo iba absorbiendo de sus silencios y lentitudes magistrales mucho material para emplearlo más adelante frente a los objetivos de las cámaras. No lo sabía, o quizás sí, porque en ocasiones uno comprende sin la necesidad de las palabras que alguien adivina tus pensamientos. Eso es lo que te permite el mundo del cine, que un héroe de tu infancia llegue a decirte mil cosas con sólo sonreírte y decir: Hi Kido
Hi Kido… Eso escuchábamos todos los que en su día acometíamos cortometrajes en Valencia. Y tiempo después, nos encontrábamos en la ciudad misma, durante el rodaje de “Bala Perdida”, compartiendo un rodaje con Kung Fu, notándosenos en las miradas y los semblantes el regreso de aquellos chavales. Pau, Nacho, Gabi y yo en silencio sabíamos que la experiencia era un tesoro de esos que se guardan en un lugar concreto de los corazones para revivirlos con felicidad. Hi Kido… Y aunque no lo supiera David decía… Hi “Generación del Hi 8”
Corten!... La toma es buena