sábado, 25 de febrero de 2012

MIENTRAS LOS PERROS NO DUERMAN SIESTAS




Me encontraba paseando pensamientos y registrando imágenes varias, tratando de decidirme por uno de esos Cafés que tanto reconfortan cuando uno pretende pausa, cuaderno, silencio en propia mesa y diálogos de fondo en las próximas. Había estado recorriendo sin rumbo el barrio de Plaka, así como siempre me gusta viajar en las ciudades todas, en las que uno no conocía; en las que uno conoce y vive, pero una mañana cualquiera finge no conocer, adoptando algo así como una mirada más o menos extranjera para poder recibir informaciones que de otro modo son imposibles, con la mirada y demás sentidos acomodados en la consabida rutina.
Atenas había amanecido una vez más con ese ligero pero plúmbeo manto que parecía incidir en gris sobre los hombros de los griegos todos. El Olimpo parecía cemento extendido y húmedo, cayendo con lentitud de siglos, o no, sobre los techos ajados de esa ciudad que en ciertas y muchas calles comenzaba a antojárseme como una extraña y clonada Habana. Tenía unos días de reflexión y calma antes de enfrentarme al desafío de un nuevo maratón. En esta ocasión se trataba de una histórica cita, el 2500 aniversario de la carrera que emprendió el heraldo Filípides para impedir que las mujeres griegas mataran a sus propios niños, y se arrancaran posteriormente a sí mismas las vidas ante la segura noticia de que los persas habían vencido a sus defensores hombres, maridos, hermanos y padres en Maratón. Pero no, no fue así. Habían ganado los atenienses. El uso de la razón como nunca, el empleo de la lógica adaptada a la matemática bélica hizo que siendo muy inferior el número de guerreros, pudieran vencer a los invasores. Filípides corrió sin descanso esos cuarenta kilómetros, llegó y pudo decirlo a tiempo: Nenikekamen… y calló muerto por el esfuerzo empleado, para salvar las vidas todas de esas mujeres temerosas de la ocasión de ver a los persas violando sus cuerpos y almas, o degollando sus pequeños, tras la derrota de las atenienses tropas.
Nos encontrábamos en noviembre de 2010. Habían pasado veinticinco siglos tras aquella inmediata epopeya, no sé si cierta, que Herodoto apuntó como cierta o como leyenda. Caminaba por las calles de esa ciudad en absoluta conexión con toda la historia y cultura posible con la que me había nutrido en casi cuarenta años de existencia. Una vez más comprobando que las ciudades se viven más, mucho más se “viajan”, si se ha emprendido el viaje antes del periplo mismo, con libros, con cine, con recomendaciones, documentación y otro tipo de visitas previas, no sé si cuánticas. Caminaba con la total certeza de que algo en la atmósfera incidía en los átomos de los griegos y de las helénicas fachadas, la amenaza de algo incontrolable, el invierno predecible de las cifras, que hoy obtienen su respuesta en las plazas de esa ciudad, de esa tierra, cuna de la civilización y del sistema tan contaminado que gobierna y gestiona desde hace tanto nuestros destinos todos, con interrupciones militares en ocasiones, o revoluciones proletarias, o con excelsas monarquías.
Nada de movimientos populares en protesta existían entonces, aunque muchos los presagiaban. Nada de cargas policiales contra desempleados, estudiantes o trabajadores en busca de sus nobles y concretas demandas. Nada había en el ambiente salvo un cielo disperso y denso en un gris telúrico cada mañana, como si Zeus frunciera un ceño allá en lo alto con la preocupación de un dios que nada puede hacer ya, obsoleto como se encuentra, contra el declive de una nación motivada por la informática que manejan unas cuantas manos de perfecta manicura, unos cuantos rostros impecablemente afeitados, y peinados con firme gomina. Los dioses llevan barbas largas, y pelos sueltos al aire donde allí arriba se confunden con las nubes, con los vientos, que en ocasiones se tornan en pronta tormenta. No, no llevan gomina los dioses pensaba en mi discurrir por las calles de Plaka, tras mi primer encuentro con la Plaza Sintagma, que en griego viene a significar Plaza de la Constitución. Tomaba notas en el encantador Café Melina, rinconcito entrañable cargado de nostalgia, dedicado por entero a quien fuera Ministra de Cultura y anterior estrella del Cine internacional, Melina Mercouri. Pedí un vino tinto, saqué mi cuaderno y comencé a escribir. Recuerdo que arranqué el nuevo escrito con un suceso que venía registrando desde hacía un par de días en la ciudad de Atenas. Me había encontrado decenas de perros en cada una de las calles, en los asfaltos mismos, junto a los coches que pasaban, en plazas, en parques, en rincones extraños, extrañamente dormidos. Sí, no había parado de coleccionar perros dormidos en las calles. Como si se tratase de una extraña y contundente premonición en alguna película de ciencia ficción de desenlace no muy apetecible. Dormían. Los perros dormían bajo ese cielo triste, con el cobijo o no de las desvencijadas fachadas. Los griegos acudían indiferentes a sus trabajos… Sí, a sus trabajos… Melina Mercouri me miraba sonriente y en blanco y negro desde cada una de las innumerables fotografías. Y con el eco distorsionado de su inquietante risa en la película “Topkapi” recuerdo que anoté en mi cuaderno algo así como: Atenas, la ciudad de los perros dormidos, la ciudad donde los perros duermen extrañas siestas… y continué trasladando a modo de diario sensaciones del trayecto y de mis pensamientos en esa concluyente mañana.
Ayer salí a entrenar como casi todos los días, atravesando calles, avenidas, parques, rostros y fachadas. El cielo se perfilaba con un celeste agradable, la gente todavía tenía sonrisa y apetito de parques y juegos en familia. Incluso los había que jugaban con sus pletóricos perros. Y entonces pensé que tal vez podemos estar tranquilos mientras no comencemos a registrar un perro dormido

artículo publicado en el periódico LAS PROVINCIAS, 23 de febrero de 2012

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